Ana Esther Ceceña y Humberto Miranda*
Aunque parece ya lejano porque ocurrió en marzo 2008, el ataque presuntamente colombiano a Ecuador en la provincia de Sucumbíos marcó el inicio de un nuevo ciclo dentro de la estrategia estadounidense de control de su espacio vital: el continente americano. No se trató de un hecho aislado sino de una primera piedra de un camino que continúa abriéndose paso.
En aquel momento se desplegaban iniciativas de creación de plataformas regionales de ataque bajo el velo de la guerra preventiva contra el terrorismo. Pero si en Palestina y el Medio Oriente había ya costumbre de recibir las ofensivas del Pentágono desde Israel, y aderezadas con sus propósitos particulares, en América no había ocurrido un ataque unilateral de un Estado a otro “en defensa de su seguridad nacional”.
El ataque perfiló las primeras líneas de una política de Estado que no se modificó con el cambio de gobierno (de Bush a Obama) sino que se adecuó a los tiempos de la política continental que, en esa ocasión, dio lugar a un airoso reclamo de Ecuador, secundado por la mayoría de los presidentes de la región en la reunión de Santo Domingo.
Prudentemente se detuvo esta escalada militar para bajar las tensiones y dar paso al cambio de gobierno en los Estados Unidos, pero la necesidad de detener el crecimiento del ALBA y la búsqueda de caminos seguros para intervenir en la región, sobre todo frente a Venezuela, Ecuador y Bolivia, llevó nuevamente a los Estados Unidos a involucrarse en proyectos desestabilizadores o directamente militaristas.
Nuevas formas de viejos propósitos. La doctrina formulada por Monroe y reiterada por Kennedy con la Alianza para el Progreso (Alpro) tiene expresiones contemporáneas en el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), la Integración de la Infraestructura Regional de Sudamérica (IIRSA) y el Proyecto Mesoamericano (antes Plan Puebla Panamá), pero también en la creación de una retícula militar que envuelve la región en su conjunto.
La revolución cubana en 1959 generó una cuña de subversión social que puso en entredicho el dominio estadounidense en el continente. La victoria cubana en Playa Girón en 1961, la sobrevivencia del proceso cubano después de la “crisis de los misiles” y su permanencia en medio del acoso y las dificultades se constituyeron en un dique simbólico que desde entonces aparece como bastión de esperanza y dignidad, y como posibilidad real frente a la dominación.
Por esta misma razón, Cuba ha sido cuidadosamente separada del resto del continente mediante políticas de “extensión de la democracia” y combate a las tiranías (Alpro) promovidas financieramente a través de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), mediante su expulsión de la Organización de Estados Americanos y mediante la manipulación de los imaginarios hasta convertirla en caso único e irrepetible, con tal éxito que en muchos sentidos el proceso cubano no es incorporado a los análisis sino como experiencia aislada que es a la vez añorada y rechazada por las izquierdas del continente.
Después de Cuba y de las experiencias insurgentes en casi todos los países de América Latina, los procesos democráticos fueron violentamente interrumpidos por dictaduras militares financiadas por la USAID, tan activa nuevamente en nuestros días, y preparadas por la Escuela de las Américas. Se abrió una larga noche para el continente y América volvió a ser, en cierta medida, “para los americanos”.
Las dictaduras se transformaron en neoliberalismo, las riquezas de nuestros países dejaron de ser “patrimonio estratégico de la nación” para convertirse en atractores de inversión. La ilusión hegemónica de una América unida defendiendo los intereses americanos se encaminó en los tratados de libre comercio.
Los levantamientos contra el neoliberalismo, los tratados regionales, el ALCA y, recientemente, contra los dos megaproyectos de reordenamiento territorial y creación de la infraestructura de la integración energética y el saqueo (Plan Puebla Panamá, crecido hasta el Putumayo incorporando a Colombia, y hoy transformado en Proyecto Mesoamericano, e Integración de la Infraestructura Regional de Sudamérica), obligaron a la inteligencia hegemónica a recolocarse estratégicamente en el continente.
La insuficiencia del mercado como disciplinador general es acompañada por la presencia creciente de las políticas y fuerzas militares en toda la región. El ethos militar se impone como eje ordenador de la totalidad.
Como una vuelta más a la tuerca, las movilizaciones antineoliberales dan lugar a cambios institucionales y experiencias de gobierno contrahegemónicas en Venezuela, Bolivia y Ecuador, y con esto se pone en riesgo, o por lo menos en dificultades, el dominio estadounidense. Con estas nuevas experiencias –que se agregan a la cubana y la reubican geopolíticamente-, no sólo se cuestionan las reglas del juego establecidas sino que grandes extensiones territoriales e inmensas fuentes de recursos empiezan a salir del control hegemónico.
La amenaza de esta confluencia y de su potencial ampliación, los triunfos democráticos, la constitución del ALBA, Petrocaribe y las señales de distanciamiento de las políticas de Washington –encaminadas en múltiples ocasiones por los organismos internacionales-, es asumida como peligro mayor por los guardianes de la seguridad de los Estados Unidos que, independientemente de quién ocupe la presidencia, mantiene una política de estado para defender como hinterland el continente americano y enfrentar desde esta plataforma el juego de competencias con el resto del mundo.
El golpe de Estado en Honduras -uno de los eslabones más frágiles del ALBA-, conducido por un militar hondureño formado en la Escuela de las Américas, tramado en vinculación con la base de Palmerola, consultado con el personal de la Embajada norteamericana y asumido por la oligarquía hondureña -que si existe es por el auspicio de los intereses norteamericanos que requieren parapetarse en socios locales-, es el primer operativo de relanzamiento de la escalada iniciada en Sucumbíos.
Como parte de una ofensiva con múltiples variantes, que combina el juego de fuerzas constituidas internamente con intervenciones desde el exterior, que se presenta lo mismo con faceta militar que diplomática, económica o mediática, el golpe en Honduras abre un sendero diferente que pone en riesgo cualquier tipo de procedimiento democrático y deja sentado un precedente perverso. Cómo leer si no la deslegitimación de un gobernante constitucional y legítimo, derrocado por un golpe espurio que violenta la Constitución y las formas democráticas, y que, no obstante, mediante un extraño subterfugio termina siendo acusado de ser él el violador de la Constitución y, por ese mecanismo, es equiparado con el gobierno de los golpistas. Tan defensor como violador de la Constitución es uno como el otro en el esquema de diálogo que se impuso después del golpe y que, de no ser por la movilización popular exigiendo el restablecimiento de la constitucionalidad y rechazando tanto el golpe de Estado como la militarización, ya sería un dato más en la historia.
Honduras no es cualquier país. No solamente es integrante del ALBA y Petrocaribe sino que el gobierno de Zelaya empezaba a hablar de reforma agraria en las tierras que históricamente han sido parte del reino de la United Fruit Company, responsable de muchas masacres. Honduras fue el espacio desde donde se organizó la contrainsurgencia en los años de las luchas revolucionarias centroamericanas y es todavía el espacio de emplazamiento de la base militar estadounidense de Soto Cano o Palmerola, una de las mayores en la región latinoamericana que ha funcionado como cuartel general del Comando Sur desde su creación.
El depuesto gobierno de Zelaya, empujado por la movilización popular que desde hace un año cuestionó la existencia de Palmerola en el II Encuentro contra la Militarización, empezaba a hablar de la recuperación de las instalaciones de esa base. Esto, en un momento de ascenso de la presencia militar estadounidense, de ampliación, reactivación o modernización de sus posiciones en el continente, aceleró sin duda la intervención[1] que, evidentemente, responde a intereses económicos y geopolíticos mucho más trascendentes que los de la oligarquía local.
No obstante, a pesar de su gravedad, el golpe en Honduras sólo anuncia lo que se vislumbra para los gobiernos que han osado desafiar al imperio y que no cesan de ser acosados. Honduras resultó atropellada en una búsqueda por alcanzar objetivos de mucha mayor importancia geoestratégica como Venezuela, Ecuador y Bolivia, y constituye ya, independientemente de su desenlace, uno de los soportes de la estrategia en curso.
Honduras constituyó el elemento desencadenador o, mejor, la cortina de humo que dio paso a la reactivación del proyecto interrumpido después del ataque a Sucumbíos: el establecimiento de una sede regional de la llamada guerra preventiva en América, justo al lado del Canal de Panamá y en la entrada misma de la cuenca amazónica pero, lo más importante en términos estratégicos coyunturales, en las fronteras de los procesos incómodos para los grandes poderes mundiales liderados por los Estados Unidos.
Mientras la nebulosa levantada por Honduras desvió la mirada, se vuelven a desatar los montajes para acusar de cómplices de las FARC, único grupo reconocido como terrorista por el Pentágono en la región, a los presidentes de Venezuela y Ecuador, pero, sobre todo, se revive un viejo acuerdo entre Colombia y los Estados Unidos que otorga inmunidad a las tropas estadounidenses en suelo colombiano y permite la instalación de siete bases militares norteamericanas que se suman a las seis ya registradas por el Pentágono y por el Congreso en su Base structure report.
El plan de disciplinamiento continental pasa por quebrar geográfica y políticamente las alianzas progresistas y los procesos emancipatorios continentales. En Honduras se trata de introducir una cuña divisoria que debilite y quiebre los potenciales procesos democráticos en Centroamérica, y simultáneamente que se articule con el corredor de contención contrainsurgente conformado por México, Colombia y Perú, al que poco a poco se van sumando otros posibles aliados (ver mapa). La “israelización” de Colombia que se erige como punto nodal, articulada a este corredor, parece estar intentando tender una cortina de separación entre Venezuela, Ecuador y Bolivia, creándoles condiciones de aislamiento relativo en el plano geográfico. Colombia como plataforma de operaciones enlazada a todo un entramado de posiciones y complicidades que rodean y aíslan las experiencias contrahegemónicas y/o emancipatorias para irlas cercenando, disuadiendo o derrotando en el mediano plazo.[2]
Pero además de este corredor geopolítico, que asimismo se entrelaza geográficamente con las zonas de mayor riqueza del continente, se puede ubicar otra línea de intervención más sutil que podría establecerse como el eje Miami-México-Bogotá[3], en el cual se pretende agrupar una derecha supuestamente endógena, portadora de un pretendido modelo latinoamericano propio frente a las propuestas emancipatorias emergentes. La participación de los grupos anticastristas de Miami y de sus contrapartes en el Pentágono en el golpe de Honduras se hizo evidente tanto en las sorprendentes declaraciones anticomunistas de los protagonistas del golpe, que parecían como salidas de la prehistoria política, como en la aparición en escena de personajes como Otto Reich.
Este conjunto de hechos permite concluir que está en curso un proyecto de recolonización y disciplinamiento del continente completo. Con la anuencia y hasta entusiasmo de las oligarquías locales, con la coparticipación de los grupos de ultraderecha instalados en algunos gobiernos de la región, en América Latina se está conformando mucho más que un nuevo Israel, desde donde el radio de acción se debe medir con las distancias que los aviones de guerra y monitoreo alcanzan en un solo vuelo sin necesidad de cargar combustible; o con los tiempos de llegada a los objetivos circunstanciales, que son muy reducidos desde las posiciones colombianas; o con la capacidad de respuesta rápida ante contingencias en las principales ciudades de los alrededores: Quito, Caracas y La Paz; o con la seguridad económica que les da establecerse al lado de la franja petrolera del Orinoco, equivalente a los yacimientos de Arabia Saudí, y al lado del río Amazonas, principal caudal superficial de agua dulce del continente, al lado de los mayores yacimientos de biodiversidad del planeta, frente a Brasil y con posibilidades de aplicar la técnica del yunque y el martillo, contando con la cooperación de Perú, a cualquiera de los tres países que en Sudamérica han osado desafiar al hegemón.
Si bien Honduras muestra claramente los límites de la democracia dentro del capitalismo, el trasfondo de Honduras, con el proyecto de instalación de nuevas bases en Colombia y la inmunidad de las tropas estadounidenses en suelo colombiano, convertiría a ese país en su totalidad en una locación del ejército de los Estados Unidos que pone en riesgo la capacidad soberana de autodeterminación de los pueblos y los países de la región. Una base militar estadounidense del tamaño de un país completo y en el corazón de la amazonia.
Todo hace pensar que las acciones desde este enclave militar en América del Sur se dirigirán a los estados enemigos o a los estados fallidos, que, de acuerdo con las nuevas normas impulsadas por los Estados Unidos, pueden ser históricamente fallidos o devenir, casi instantáneamente, estados fallidos “por colapso”. Cualquier contingencia puede convertir a un país en un Estado fallido súbito y, por ello, susceptible de ser intervenido. Y entre las contingencias están las relaciones de sus gobernantes con algún grupo calificado como terrorista (es ahí que se explica la insistencia por acusar a los presidentes Chávez y Correa de mantener vínculos de colaboración con las FARC), los conflictos transfronterizos o la penetración del narco.
Una vez decretado el Estado fallido la intervención puede realizarse desde Colombia, que ya estará equipada para avanzar sobre sus vecinos.
Es de prever la búsqueda de otros emplazamientos militares en el futuro cercano (por lo pronto en Perú, que ya está estableciendo compromisos de operación amplia de tropas estadounidenses en su territorio desde el 2006 y con posibilidades de uso de bases en Chiclayo y en la zona del VRAE), combinada con procesos de fortalecimiento de los aparatos de inteligencia y militares en general al interior de los países latinoamericanos. Asimismo, es de esperar que la construcción de los estados fallidos pasará por estimular deserciones militares, inculpar o corromper altos funcionarios de gobiernos progresistas por vínculos con las actividades criminalizadas por el hegemón o por la implantación del narcotráfico en barrios marginales de ciudades como Caracas u otras, como herramienta para desatar conflictos y desestabilizar/controlar una región cada vez más rebelde.
A solo unos meses del ascenso presidencial de Obama, resulta ya ingenuo pensar que existe un cambio en la política norteamericana hacia la región. El esquema de dominación está claro y delineado. Los Estados Unidos van, como decía Martí, “con esa fuerza más sobre nuestras tierras de América”. Deberá haber una respuesta múltiple, regional, social, solidaria, en bloque. Una respuesta que se extienda desde el Río Bravo hasta la Patagonia y que reditúe a la independencia de nuestras naciones.
Quinientos años de lucha nos han dotado a los pueblos de América Latina de suficiente experiencia para encarar las batallas presentes contra el saqueo, la colonización y las imposiciones de todo tipo. Hoy esa lucha pasa por detener y revertir la militarización y el asentamiento de las tropas de los Estados Unidos en Colombia y en todos nuestros países para que los últimos quinientos años en rebeldía no hayan sido en vano.
No hay consigna más sensata y oportuna en este momento que la renovada “Yankees, go home”.
[1] Uno de los aspectos interesantes y semiocultos de la participación de los Estados Unidos en el golpe de Honduras es la manera como se manejaron los recursos provenientes de las remesas, hoy día fundamentales como soporte de la economía de ese país. BBC mundo, en su sección América Latina en Internet del 9 de septiembre de 2009, publica datos sobre el aumento de las remesas desde los Estados Unidos hacia Honduras justo después del golpe. Lo mismo ocurrió en las anteriores elecciones salvadoreñas en que se hizo cambiar radicalmente el mapa electoral cuando las encuestas daban como ganador al FMLN y la administración Bush anunció la suspensión de las remesas.
[2] Este esquema, además, está alentando una carrera armamentista en la región disparando los gastos militares a niveles sin precedente. Con Brasil a la cabeza gastando 14 mil millones de dólares en armamento, esta dinámica obliga a países como Venezuela, Ecuador y Bolivia a desviar recursos de programas de desarrollo y mejoramiento social hacia la defensa, mientras los Estados Unidos emplazan sus fuerzas militares y subvencionan la industria de guerra colombiana.
[3] Agradecemos a Guillermo Castro el olfato para percibir la conformación de este otro eje superpuesto.
*Ceceña, Ana Esther. Economista, doctora en Relaciones Económicas Internacionales de la Universidad de Paris I, Sorbona. Integrante del Instituto de Investigaciones Económicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM. Su área de especialización es el estudio de la "Hegemonía económica mundial". Coordinadora del proyecto Paraíso maya: competencia internacional y disputa por los recursos estratégicos.
Miranda, Humberto. Graduado de Filosofia por la Universidad de La Habana. Investigador Agregado del Instituto de Filosofia. Desde 1995 forma parte del Grupo GALFISA en temas referidos a los impactos de la globalización y las políticas de ajuste en América Latina, así como la crítica de la economía y las alternativas al orden actual en la región. Es también profesor adjunto del departamento de Ciencias Políticas del College of Charleston, Carolina del Sur.
Fuente: Revista Herramientas
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