La fabricación de una tasa: dudas necesarias sobre el indicador de El Toque

Norelys Morales Aguilera.- En medio de una realidad económica tensa, cada cifra tiene un peso específico. Las tasas de cambio —incluso las informales— se convierten en brújula para miles de personas y en combustible para discursos de todo tipo. Por eso resulta imprescindible mirar con lupa los mecanismos detrás de los indicadores que pretenden guiar la percepción pública. El reciente análisis sobre la conocida “tasa representativa del mercado informal” publicada por El Toque lo confirma.

La investigación presentada el 10 de diciembre de 2025 expone, con pruebas, que el cálculo empleado por esa plataforma dista mucho de ser un ejercicio estadístico riguroso. De hecho, revela un proceso frágil, poco transparente y vulnerable a la manipulación. Y en un contexto donde la economía cubana es tema diario, cualquier distorsión puede generar efectos concretos en la vida de la gente.

Una tasa que no representa lo que dice representar

El Toque afirma monitorear publicaciones de compraventa en redes sociales para elaborar una cifra que refleje el mercado informal. Sin embargo, los expertos que analizaron su método encontraron tres problemas fundamentales:

  1. Una muestra limitada y poco representativa, insuficiente para caracterizar un mercado nacional tan heterogéneo.
  2. Sesgos en la selección de publicaciones, con datos duplicados, perfiles dudosos e incluso posibles bots.
  3. Uso de mensajes antiguos, pese a que la plataforma asegura trabajar solo con información de las últimas 24 horas.

El resultado es una tasa que no refleja el mercado, pero que sí influye en él. Y eso, desde cualquier perspectiva metodológica, es una contradicción peligrosa.

Cuando la narrativa sustituye al dato

El principal riesgo no es solo estadístico. Es narrativo.

Un indicador defectuoso pero psicológicamente influyente puede instalar expectativas, moldear percepciones y alimentar un clima económico que después se retroalimenta.

Así, lo que comienza como una cifra publicada en redes termina afectando decisiones cotidianas: cuánto cuesta un producto, cuánto debe pedir alguien por una remesa, cómo se valoran las transacciones informales. En un país donde las señales económicas son escasas y a veces confusas, cualquier fuente alternativa adquiere un protagonismo que debe ser ejercido con responsabilidad.

La transparencia como única garantía

Los datos pueden ser herramientas poderosas, pero solo cuando su origen y su proceso de construcción son claros. Si no, dejan de ser indicadores y se convierten en artefactos discursivos. La investigación presentada invita precisamente a eso: a cuestionar, a contrastar, a exigir claridad en un terreno donde la confianza es tan importante como la cifra misma.

Hoy más que nunca, Cuba necesita información económica fiable, no atajos estadísticos ni ejercicios que, bajo apariencia técnica, puedan distorsionar la realidad. La transparencia no es un lujo metodológico: es una obligación ética.

Guantánamo, la hipocresía estadounidense y los derechos humanos

Paula Cruz.-  Mientras Washington señala con dedo acusador a La Habana por supuestas violaciones a los derechos humanos, el gobierno estadounidense mantiene desde hace más de dos décadas una base naval construida sobre territorio cubano ocupado ilegalmente, convertida en el símbolo global de la tortura, la detención arbitraria y la negación sistemática del estado de derecho.

Guantánamo no es simplemente una base militar. Es un proyecto de impunidad diseñado cuidadosamente para evadir las leyes nacionales e internacionales, un espacio donde Estados Unidos creyó que podía crear una zona libre de derechos humanos en el propio patio trasero del país al que constantemente critica por su historial en esta materia.

La arquitectura de la impunidad post-11S

¿Por qué es ilegal la base militar de EE.UU. en Guantánamo?

Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, la administración Bush encontró en Guantánamo el lugar perfecto para implementar su «guerra contra el terrorismo» sin restricciones legales. El 11 de enero de 2002, los primeros detenidos llegaron a lo que se convertiría en el campo de detención más infame del mundo contemporáneo, Campamento X-Ray.

La elección de Guantánamo no fue casual. Como explica Amnistía Internacional, el gobierno estadounidense seleccionó este territorio precisamente porque creía que «no se aplicaban ni las leyes estadounidenses ni las internacionales» en este enclave ocupado ilegalmente.

Desde entonces, 780 hombres y niños musulmanes han pasado por sus celdas. Agnès Callamard, Secretaria General de Amnistía Internacional, lo resume con crudeza:

«Muy pocos de estos hombres han sido acusados de algún delito y absolutamente ninguno ha tenido un juicio justo».

Guantánamo se convirtió en un laboratorio de prácticas de interrogatorio que el propio gobierno estadounidense terminó por reconocer como tortura.

21 años de injusticia: cifras que avergüenzan

Las cifras hablan por sí solas: de 780 detenidos, solo siete han sido condenados. Cinco de ellos aceptaron declararse culpables a cambio de acuerdos previos al juicio que les ofrecían una posibilidad de libertad. Solo uno ha sido trasladado a Estados Unidos continental para ser juzgado en un tribunal civil, el único espacio donde se garantizan mínimamente los derechos procesales.

El caso de Shaker Aamer ejemplifica esta injusticia: detenido en 2002, permaneció 13 años encarcelado sin cargos ni juicio, a pesar de que su traslado desde la base fue autorizado por las autoridades estadounidenses desde 2007. Su abogado sostiene que permaneció tanto tiempo porque fue testigo de torturas perpetradas por agentes estadounidenses y británicos, lo que subraya la necesidad urgente de investigaciones independientes sobre la complicidad internacional en estos crímenes.

Incluso el presidente Barack Obama, quien prometió cerrar Guantánamo en 2009, fracasó rotundamente. La prisión duró más tiempo bajo su mandato que bajo el de Bush. La inacción política y la maquinaria de seguridad nacional prevalecieron sobre los derechos humanos.

Trump y la nueva era: Guantánamo como campo de detención de migrantes

Con la administración Trump, la infamia de Guantánamo ha encontrado un nuevo propósito. En febrero de 2025, el gobierno estadounidense comenzó a transferir a migrantes detenidos a la base naval.

Según testimonios recogidos por Human Rights Watch, estos migrantes fueron llevados en secreto, recluidos en régimen de incomunicación en el «Campamento 6», en celdas de concreto, sin luz natural, con condiciones insalubres y sometidos a aislamiento prolongado.

«Estaba tan desesperado que traté de cortarme las muñecas con los bordes de las botellas de agua de plástico», relató uno de los detenidos. Otro describió: «El agua era amarilla, partes del lavamanos estaban oxidadas… Era totalmente insalubre y me enfermé por eso». Las consecuencias físicas fueron evidentes en un de los entrevistados: «Llegué allí pesando 78 kilos y regresé a Venezuela con 52».

Se les negaba información legal, contacto familiar y atención médica adecuada. Estas condiciones, como advierte Human Rights Watch, pueden constituir malos tratos prohibidos por el derecho internacional.

La justificación para estas detenciones fue tan débil como arbitraria: muchos fueron acusados de pertenecer al «Tren de Aragua», un grupo criminal venezolano, únicamente por sus tatuajes y nacionalidad. Esto refleja una política xenófoba y de seguridad nacional desbocada, donde la presunción de inocencia y el debido proceso son sacrificados en el altar del espectáculo político.

La doble moral imperial

La ironía más profunda y grotesca es el escenario mismo de estos crímenes. Durante décadas, Washington ha utilizado su retórica sobre derechos humanos para atacar a La Habana, mientras convierte un pedazo de Cuba en un campo de concentración moderno donde se violan sistemáticamente esos mismos derechos.

Guantánamo es más que una prisión; es un símbolo de la arrogancia del poder estadounidense, de su desprecio por el derecho internacional y de su doble moral. La administración Trump ha expandido su uso hacia la crisis migratoria, demostrando que para Washington, Guantánamo es una herramienta flexible para la opresión, ya sea en nombre de la «guerra contra el terrorismo» o de la «seguridad fronteriza».

Mientras hombres como Donald Trump instrumentalizan el miedo y el nacionalismo, Guantánamo permanece como un recordatorio sombrío: los mayores crímenes contra los derechos humanos a menudo no se cometen en estados «canallas», sino en las sombras legales creadas por aquellas potencias que se presentan a sí mismas como faros de la libertad. La justicia exige que esas sombras sean disipadas, y que el territorio robado sea restituido.

https://razonesdecuba.cu/guantanamo-la-hipocresia-estadounidense-y-los-derechos-humanos/

Semiótica de Dictador (el caso contra Venezuela)

Fernando Buen Abad Domínguez.- Bajo la imputación de “dictador” perpetrada contra el presidente Nicolás Maduro, anida una amalgama distorsiva con los signos más densamente cargados de intencionalidad ideológica en la guerra sucia mediática contemporánea. Desde la perspectiva del Laboratorio de Semiótica Crítica, de base humanista, talafirmación no puede ser entendido como una mera clasificación política o una descripción institucional, es un artefacto semiótico diseñado para operar como dispositivo de criminalización, deslegitimación y disciplinamiento simbólico al servicio de intereses geopolíticos específicos. El adjetivo no nace de la observación científica ni de la verificación empírica; nace de una ingeniería del lenguaje configurada para producir efectos cognitivos inmediatos sobre audiencias masivas. Su función central es fijar un marco interpretativo hegemónico donde el gobierno venezolano aparece como un poder ilegítimo, antidemocrático, represivo y moralmente condenable, independientemente de cualquier análisis contextual, histórico o jurídico. En este sentido, “dictador” es un signo de combate, un arma de las guerras burguesas del sentido.

Nuestra semiótica crítica identifica en esta operación una estrategia típica del imperialismo comunicacional, la reducción de fenómenos políticos complejos a esencias ideológicas (falsa conciencia) absolutas. El término “dictador”, en este sentido, se comporta como una “metáfora ontológica de demonización”, un procedimiento discursivo que transforma adversarios políticos en entidades esencialmente malvadas, carentes de derechos y susceptibles de intervención.

La nominación no busca describir la realidad política venezolana, busca crear una realidad simbólica en la conciencia de millones. Denominamos a este mecanismo como “estigmatización ideológica”, un acto performativo mediante el cual el poder nombrante —en este caso, actores mediáticos, diplomáticos y gubernamentales articulados con los intereses de Estados Unidos— establece un marco semántico obligatorio que pretende clausurar la interpretación y el pensamiento crítico.Su manejo del adjetivo “dictador” funciona como un nodo semiótico que condensa décadas de ingeniería ideológica occidental. Su contenido semántico se apoya en un reservorio histórico de imágenes, narrativas y afectos producidos por Hollywood, la prensa corporativa y la retórica geopolítica estadounidense, líderes de uniformes oscuros, represión masiva, censura total, violencias sádicas y abolición completa de derechos civiles.

Esta iconografía, alimentada por ficciones y simplificaciones históricas, se activa automáticamente al escuchar la palabra. Su poder reside en la velocidad con la que despliega una constelación de sentidos negativos sin necesidad de argumentación racional. En términos semióticos, se trata de un signo “hipersaturado”, capaz de operar como un dispositivo automático de rechazo. Allí radica su eficacia fasificadora porque opera como un signo que piensa por el receptor, inhibiendo la reflexión.Desde el enfoque del Laboratorio de Semiótica Crítica, el análisis del epíteto exige descomponer sus operaciones en los niveles sintáctico, semántico, pragmático y político-material. En el plano sintáctico, la estructura “Maduro es un dictador” adopta la forma de identidad ontológica: el predicado no describe un comportamiento específico, sino una esencia. Esta operación lingüística elimina toda relación causal o contextual. No se argumenta que, un conjunto de acciones pueda considerarse “autoritarias”, se decreta que el sujeto es, por naturaleza, una figura ilegítima. Esta esencialización es característica de los discursos de guerra. En lugar de discutir medidas políticas, procesos electorales, estructuras institucionales o correlaciones de fuerza, el signo clausura el debate: quien es “dictador” no puede ser interlocutor. La nominación deshumaniza, des-juridiza y des historializa.En el nivel semántico, “dictador” se inscribe en lo que se define como “cadenas de equivalencia ideológica”. En la prensa hegemónica, el término aparece sistemáticamente combinado con “régimen”, “autoritarismo”, “represión”, “crisis humanitaria”, “violación de derechos humanos”, “narcoestado” y “fraude electoral”.

Estas combinaciones repetidas generan un efecto de naturalización y el signo se integra en un ecosistema discursivo donde la equivalencia entre Venezuela y dictadura se presenta como un hecho obvio. Las cadenas semióticas funcionan como una forma de programación de sentido, orientada a evitar que la realidad contamine el relato. En esta lógica, incluso los procesos electorales auditados, las observaciones internacionales, la participación ciudadana o la institucionalidad constitucional venezolanas son sistemáticamente excluidos o reinterpretados para que no interfieran con la narrativa dominante.En el plano connotativo, ese adjetivo activa emociones intensas: miedo, repulsión, indignación moral. La moralización burguesa del discurso es una de las claves de su eficacia.

El enemigo político se presenta como enemigo ético. No es un adversario con el cual se disputa un proyecto histórico, sino un villano cuya mera existencia amenaza la civilización. Esta carga emocional es fundamental para la construcción de consenso en torno a políticas de agresión: sanciones económicas, aislamiento diplomático, intervención humanitaria o incluso invasión militar. La connotación moral absolutista sirve para justificar la violencia contra el país señalado. Es la lógica colonial, se demoniza al otro para hacerlo intervenible.En el nivel pragmático, el término opera como una orden implícita. Nominar es prescribir. La función del signo es producir conductas sociales y políticas. Cuando un líder es llamado “dictador”, lo que se propone como consecuencia esperada es la ruptura de relaciones diplomáticas, el desconocimiento de autoridades, la activación de sanciones, la justificación de apoyo a actores opositores no-electorales, el reconocimiento de figuras paralelas y la construcción de un cerco comunicacional. Es decir, el epíteto no sólo falsifica, sino que habilita acciones concretas. Es un “signo de guerra blanda”, cuyo objetivo es convertir una agresión real en una obligación moral.Una parte central del análisis semiótico requiere estudiar su carácter performativo en el plano internacional. El término “dictador” ha sido utilizado por Estados Unidos como fase preliminar de intervenciones militares o sanciones en múltiples escenarios: Irak, Libia, Siria, Panamá, Granada, entre otros. La estrategia consiste en construir un estereotipo global que permita encubrir los intereses materiales de la acción geopolítica bajo una retórica humanitaria.

El patrón es recurrente: primero se fija un epíteto demonizante, luego se reorganizan las coberturas mediáticas según ese marco, después se introduce el discurso de la “ayuda” y finalmente se ejecutan acciones de fuerza. La palabra, así, es parte del arsenal.En el caso venezolano, el uso del epíteto se intensificó en momentos estratégicos, procesos electorales, intentos de golpe, fases del bloqueo económico y esfuerzos de desestabilización interna. Esto demuestra que el signo no responde a un análisis institucional objetivo, sino a la necesidad de producir un clima simbólico funcional a la agresión. En este sentido, el Laboratorio de Semiótica Crítica identifica un patrón de sincronización entre la retórica mediática, la diplomacia coercitiva y las operaciones psicológicas. La palabra “dictador” no aparece como diagnóstico, sino como mandato.Un análisis semiótico-crítico del signo también exige observar su función dentro de la economía política del capitalismo global. El epíteto sirve para ocultar que el verdadero conflicto no es institucional, sino económico, petróleo, gas, oro, minerales estratégicos, posición geopolítica y modelos alternativos de integración regional. Demonizar al líder es una estrategia para demonizar al proyecto político que encarna. La palabra “dictador” es el velo semiótico que oculta la disputa por recursos y soberanía. Esta opacidad intencional es parte del diseño comunicacional del imperialismo. El capitalismo necesita manipular el sentido para manipular la historia.En el análisis semiótico-crítico también debe incluirse la dimensión psicológica de la recepción. El epíteto funciona mediante un mecanismo de asociación automática que inhibe la capacidad crítica del receptor. Cuando la palabra se repite en portadas, noticieros, discursos y redes sociales, el público acaba actuando bajo un reflejo condicionado: aceptar la acusación sin preguntar por sus fundamentos. La repetición produce guerras cognitivas.

Aquí opera lo que el Laboratorio denomina “naturalización semiótica”, un proceso mediante el cual un término se convierte en sentido común, aun sin evidencia. La crítica exige desmontar esta automatización.Finalmente, la semiótica crítica entiende que un análisis riguroso debe culminar con la construcción de contra-semiosis emancipadora. Es decir, no basta con desmontar la calumnia, es necesario producir categorías, lenguajes y marcos interpretativos que restituyan complejidad, historicidad y legitimidad a los procesos políticos latinoamericanos.

La disputa por la palabra es disputa por la realidad. En este sentido, el Laboratorio de Semiótica Crítica establece que términos como “dictador”, cuando son utilizados como instrumentos de guerra mediática, deben ser desactivados mediante investigación científica, alfabetización comunicacional y producción de nuevos repertorios simbólicos capaces de desmontar la ingeniería imperial. La verdad debe ser defendida frente a la violencia semiótica burguesa. El análisis científico es una forma de revolución de las conciencias.

https://lauicom.edu.ve/semiotica-de-dictador-el-caso-contra-venezuela/

Donald Trump descubrió América

Atilio Borón.- Días atrás se dio a conocer la nueva Estrategia de Seguridad Nacional (ESS) propuesta por el presidente Donald Trump para su actual administración. Es evidente que en este mandato las prioridades de la Casa Blanca han sufrido una mutación fundamental, a tono con los enormes desafíos que plantea la inocultable declinación del poderío de Estados Unidos en la economía y la política internacionales y la irreversible consolidación de un sistema internacional multipolar. Esto se comprueba muy fácilmente con sólo comparar la actual con las anteriores ediciones de la ESS en las cuales América latina y el Caribe -invisibilizadas tras la anodina expresión de “Hemisferio Occidental”- ocupaban el último lugar en las prioridades del imperio y apenas si eran mencionadas una o dos veces a lo largo del texto. Hoy los países de Nuestra América sobresalen en la nueva “hoja de ruta” diplomática como la región más importante del planeta para Washington.

Esto es algo que el autor de esta nota venía afirmando desde hace mucho tiempo cuestionando las declaraciones y documentos procedentes de Washington que sistemáticamente subestimaban la enorme importancia de esta parte del mundo pese a ser un emporio de recursos naturales de todo tipo. El discurso desdeñoso, y por momentos racista, de los portavoces del imperio establecía este orden de prioridades en la agenda de la política exterior estadounidense, con alguna que otra ocasional variante en el vértice de la escala según las turbulencias del momento: la región más importante era Medio Oriente, por su petróleo y por la presencia de Israel como un portaaviones terrestre de EE.UU.; luego venía el Asia Pacífico, especialmente después del despegue económico de China y la presencia de dos cruciales aliados como Japón y Corea del Sur; en tercer lugar Europa, por la común tradición cultural, las relaciones comerciales y la barrera militar creada por la OTAN para frenar “la perpetua vocación expansionista de Rusia”; en cuarto lugar Asia Central, perversa “madriguera” del fundamentalismo islámico y el terrorismo yihadista y recién en un módico quinto lugar venían Latinoamérica y el Caribe, siempre que no estallara un grave conflicto o una crisis humanitaria en África en cuyo caso la atención de los funcionarios del Departamento de Estado relegarían a nuestra región al sexto y último lugar. Este relato oficial que al rebajar la importancia de Latinoamérica y convencer a muchos gobernantes, intelectuales y formadores de opinión de que nuestra región nada valía, que poca o nula gravitación tenía en la escena internacional, facilitaba la aceptación gozosa de las migajas que ocasionalmente Washington arrojaba por estas costas a cambio de las cuales algunos gobiernos se convertían en indignos peones del amo imperial.

La ESS del primer Trump (2017-2021) reflejó el cambio producido en el sistema internacional, sobre todo el irresistible ascenso de China y el retorno de Rusia a las grandes ligas. Como fiel espejo de ese proceso China apareció por primera vez al tope de las prioridades, con 33 menciones, seguida por Rusia con 25 y Europa con 30 y apenas dos menciones destinadas al “Hemisferio Occidental”. Pero en la nueva versión de la ESS nuestra región aparece mencionada en 25 ocasiones, apenas una menos que China (26) y a dos de Europa (27). Al evaluar la incidencia geopolítica de las distintas macrorregiones del planeta para la seguridad nacional de EE.UU. el primer lugar se lo lleva el “Hemisferio Occidental”. Esta centralidad sin precedentes de América latina remata en la exaltación de la Doctrina Monroe y la introducción del “Corolario de Trump” a dicha doctrina que establece que Washington debe “restaurar la preeminencia estadounidense en el ‘Hemisferio Occidental’ y proteger nuestro territorio nacional y nuestro acceso a geografías clave en toda la región. Negaremos a competidores no hemisféricos (léase China, Rusia, India e Irán) la capacidad de posicionar fuerzas u otras capacidades amenazantes, o de poseer o controlar activos estratégicamente vitales, en nuestro Hemisferio. De este modo se pondrá coto a la migración irregular (“invasiones de hordas enemigas”, según Trump) y se asegurarán las “cadenas de suministros esenciales” a lo que se agrega que todo lo cual exigirá un replanteo de nuestra presencia militar en la región. Y, más adelante, se denuncia que “competidores no hemisféricos” (como los arriba mencionados) han realizado importantes incursiones en nuestro Hemisferio, tanto para perjudicarnos económicamente en el presente como para hacerlo estratégicamente en el futuro. Permitir estas incursiones sin una respuesta firme es otro gran error estratégico estadounidense de las últimas décadas. Y el correctivo para dicho error es “una redefinición de las alianzas, y los términos bajo los cuales brindamos cualquier tipo de ayuda deben estar condicionados a la reducción de la influencia externa adversaria, desde el control de instalaciones militares, puertos e infraestructura clave hasta la compra de activos estratégicos en sentido amplio”.

En otras palabras: al asumir seriamente el inexorable debilitamiento de su poderío global el imperio contrataca y lo hace apretando las clavijas en su reserva estratégica y ahuyentando a las potencias extracontinentales que actúan en la región, como si tal cosa fuera posible. Tarea rayana en lo imposible, más allá de la vocación colonial de gobiernos como los de Argentina, Ecuador y El Salvador, para nombrar los tres casos más despreciables, y de las duras realidades de la economía mundial. La centralidad de China en la economía global no se disuelve con documentos oficiales. Si el total del intercambio comercial entre ese país y toda América latina en el año 2000 era del orden de los 12 mil millones de dólares, el año pasado llegó a los 518 mil millones de dólares, y posicionóy al gigante asiático como un socio comercial absolutamente irremplazable para la mayoría de los países del área, y en muchos casos como el mayor inversor en la región. Trump puede estar muy confiado en su “Corolario”, pero en un mundo tan estrechamente interconectado como el actual las duras realidades de la economía y la política mundiales no tardarán en frustrar -o morigerar en buena medida- sus intentos restauradores. Incluso gobiernos que se enorgullecen de su indigna sumisión a los dictados de Washington, como el de Javier Milei, están atravesados por una enorme cantidad de vínculos y proyectos forjados con numerosos “competidores no hemisféricos” que muy difícilmente podrían ser cortados sin producir un descalabro económico, político y diplomático de grandes proporciones.

La insoportable hipocresía de ciertos “medios progres”. Conductores “buenaondita” contra Venezuela.

Fernando Buen Abad Domínguez.-Sufrimos la insoportable hipocresía de ciertos “medios progres” que se han convertido en bandera de las más reveladoras operaciones de la manipulación política contemporánea. Primero defendiendo sus negocios, obviamente. Se presentan como heraldos de la conciencia crítica, defensores de causas justas, comprometidos con la verdad y con los pueblos del mundo, pero en el fondo reproducen buena parte de los marcos ideológicos que la maquinaria comunicacional burguesa dominante necesita para despolitizar, distorsionar y domesticar la opinión pública. Su progresismo es más de estilo que de contenido; más de pose que de confrontación estructural. Y en ningún terreno se evidencia tanto esa hipocresía convenenciera como en su tratamiento de Venezuela, donde múltiples conductores “buenaondita”, expertos en gestos de empatía televisiva, organizan un discurso supuestamente equilibrado que termina reforzando prejuicios, ocultando condiciones materiales y desactivando cualquier posibilidad de análisis profundo y serio.

Esta necedad no es accidental, es parte de un dispositivo comunicacional que se sostiene en la idea de que su “neutralidad” está por encima del conflicto, que la crítica debe ser “constructiva” sólo si no incomoda a los poderes de sus anunciantes, y que el público necesita una versión edulcorada del mundo para no caer en posiciones “extremas”. Los medios progres se especializan en administrar apariencias. Sus conductores sonrientes, siempre listos para el comentario irreverente pero inocuo, compiten por demostrar que pueden hablar “sin fanatismos”, lo que en la práctica significa evitar cualquier señalamiento estructural al imperialismo, al bloqueo económico o a la guerra mediática que durante años ha construido una imagen de Venezuela desconectada de su realidad compleja. En su afán por diferenciarse de los medios abiertamente conservadores, reproducen una forma más sofisticada de alineamiento con la narrativa hegemónica.

En la estrategia discursiva de estos comunicadores radica la estupidez de sentenciar a Venezuela desde su falso equilibrio de comerciantes, reconocen “errores” del intervencionismo externo, pero insisten en que el problema central radica en la “incapacidad del gobierno”, en la “crisis irreversible”, en la “falta de libertades”, siempre citando fuentes de organismos afines a los intereses geopolíticos hegemónicos y sus mafias mediáticas golpistas. La necedad se vuelve insoportable cuando se blindan tras la idea de que su crítica “ayuda al pueblo venezolano”, aunque en realidad su relato refuerza la justificación simbólica de las sanciones, la criminalización del proceso político bolivariano y la legitimación de agendas que han buscado sistemáticamente subordinar al país a los intereses de potencias extranjeras. Pero los conductores buenaondita jamás mencionan que esas sanciones han impactado directamente en la vida cotidiana del pueblo, ni que la demonización mediática de Venezuela ha servido para justificar medidas económicas que en cualquier otro contexto serían reconocidas como actos de guerra no declarada. Y robarse los recursos natrales mientras castigan las ideas socialistas.

Lo que los medios progres omiten no es accidental, es funcional a su naturaleza mercenaria. Su tono “suave”, su humor ligero, su constante apelación al sentido común, son mecanismos que permiten desactivar cualquier lectura que conecte la situación venezolana con la lucha histórica de los pueblos por la soberanía revolucionaria. Hablan de Venezuela como si fuera una anomalía, una excepción irracional, y no un territorio donde se disputa abiertamente la confrontación entre modelos políticos y económicos antagónicos. El progresismo “buenaondita” es experto en el arte de la ambigüedad calculada, lo suficiente para parecer crítico, lo suficiente para no incomodar a los patrocinadores, lo suficiente para parecer alternativo sin correr el riesgo de ser verdaderamente subversivo.

En su relato, Venezuela aparece como una advertencia, un ejemplo de lo que ocurre cuando la política se aparta de los dictados del mercado. Con risas, guiños y comentarios desenfadados, los conductores progres venden la idea de que la izquierda “seria” debe evitar “convertirse en Venezuela”, una muletilla que utilizan para delimitar los márgenes de lo aceptable. Así, lo que llaman progresismo no es más que un reformismo domesticado, que renuncia a la confrontación estructural con el capitalismo para mantener un espacio cómodo de crítica superficial. No luchan contra la hegemonía, compiten por un lugar dentro de ella. Y Venezuela, con todo su peso simbólico, se vuelve una pieza fundamental de ese teatro discursivo.

Pero la necedad no se limita al contenido, también se expresa en la forma. Estos medios recurren a un lenguaje emocional que se presenta como “cercano al pueblo” mientras despolitiza cada aspecto de la discusión. Hablan de “historias humanas” sin hablar de relaciones de fuerza, de “dramas personales” sin mencionar la responsabilidad de las sanciones, de “falta de oportunidades” sin analizar el intento sistemático de estrangular la economía venezolana para provocar un colapso político. Su narrativa sentimental sustituye el análisis histórico y convierte la política en un melodrama apto para la audiencia que exige entretenimiento incluso cuando se habla de procesos sociales complejos. En ese tránsito, el pueblo venezolano se vuelve un objeto de compasión mediática, no un sujeto político. Y disculpar las aventuras de invasión militar.

El progresismo mediático necesita de esa necedad para preservar su marca, si fueran coherentes, tendrían que confrontar a los poderes económicos, a las empresas comunicacionales que los financian, a la lógica mercantil que convierte toda opinión en un producto vendible. Pero la lógica comercial exige neutralidad aparente, crítica controlada y un progresismo sin riesgo. De ahí que su discurso sobre Venezuela esté lleno de lugares comunes: “no defiendo a ningún gobierno”, “solo quiero lo mejor para la gente”, “hay que escuchar todas las voces”, frases que funcionan como escudos morales que les permiten reproducir sin culpa los marcos narrativos dominantes.

Desmontar esta necedad implica revelar que estos medios no son un espacio de contrahegemonía, sino una capa más de la hegemonía cultural. Su función es impedir que las audiencias progresistas se radicalicen, que conecten las luchas locales con las internacionales, que entiendan que la defensa de la soberanía venezolana no es un asunto de simpatías partidistas sino una cuestión de dignidad histórica frente a las intervenciones extranjeras. Los conductores buenaondita contribuyen a moldear una izquierda dócil, culpabilizada, temerosa de ser asociada con cualquier proceso que desafíe de manera frontal al poder imperial.

Nuestro desafío consiste en construir una comunicación verdaderamente crítica, capaz de denunciar sin ambigüedades el cerco mediático y económico contra Venezuela, capaz de desarticular la comodidad discursiva de los medios progres y de reivindicar la necesidad de un análisis estructural que no le tema al conflicto. La tarea no es defender ciegamente a ningún gobierno, sino defender la verdad histórica, la soberanía de los pueblos y el derecho de las naciones a construir caminos propios sin ser asfixiadas por campañas internacionales de manipulación.

Toda esa necedad de los medios “progres” resulta insoportable porque se vende como lucidez, pero opera como confusión; se presenta como defensa del pueblo, pero reproduce dispositivos de dominación; se disfraza de crítica, pero funciona como eco moderado del poder. Desenmascararlos no es un capricho, es un acto necesario para recuperar la capacidad de pensar la realidad política sin los filtros edulcorados que la industria comunicacional impone a nombre de un progresismo que, en su versión más superficial, no es más que un apéndice del mismo sistema que dice querer transformar. En esa clarificación se juega también la posibilidad de una comunicación verdaderamente emancipadora.

Tomado de: 


https://lauicom.edu.ve/la-insoportable-hipocresia-de-ciertos-medios-progres-conductores-buenaondita-contra-venezuela/

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