Mafalda: ¿por qué “Todos somos Charlie”? en La Jornada

José Steinsleger.-- Nacida en el emblemático decenio de 1960, Mafalda era una niña que pasaba buena parte del día oyendo noticias en su radio de transistores, y luego descolocaba a los adultos con preguntas acerca de las realidades políticas del mundo. Mafalda no era cómica. Cómicos eran los adultos, haciéndose bolas cuando trataban de consolar las angustias de la niña frente a las guerras, el hambre, la pobreza, el racismo, las injusticias, la violencia.

En los años del terrorismo de Estado, un lector indignado escribió a la revista argentina Humor, observando: “Y ustedes… ¿de qué se ríen?” Parafraseando a Oscar Wilde, los editores le recordaron que el humor podía ser “…otra forma de la desesperación”. En efecto. Nada más serio que el (mejor dicho) humorismo, vocablo que la Real Academia asocia con la manera graciosa o irónica de enjuiciar las cosas.

El humorismo nada tiene que ver con la alegría imbécil de los animadores mediáticos, y menos con lo que degrada, humilla, discrimina. Sin ofender a nadie, Miguel de Cervantes se burlaba de los vicios y ridiculeces de los hombres, diferenciando el humor cáustico y mordaz del satírico y burlón “…que a infames precios y desgracias guía” (Viajes al Parnaso, 1614).

El olvidado erudito y periodista español Santos López Pelegrín (1800-45) decía que a diferencia de la parodia, lo burlesco es una bufonada miserable que no puede agradar más que al populacho. Tal era la postura del grupo de periodistas de Charlie Hebdo (CH), asesinados en una operación comando de un modo mucho más miserable que sus hirientes y reaccionarias bufonadas.

Pero CH también era seria. El intelectual francés Jean-Claude Clech recordó la columna firmada en junio de 2002 por Philippe Val (cuando era jefe de redacción de CH), atacando violentamente a Noam Chomsky: “…uno de los estadunidenses que más detestan a Estados Unidos, y uno de los judíos que ejercen una crítica contra Israel tanto más aguda en la medida en la que al ser judío piensa escapar a la acusación de antisemitismo”. O la de Roberto Mishrai, elogiando a la islamófoba Orianna Fallaci (noviembre 2002).

Pasquín de cínico espíritu sesentaiochero, CH acabó en el valemadrismo de las izquierdas corridas a la derecha, y llevaba años comulgando, sibilinamente, con la islamofobia militante de los Bernard Henry Lévy, Alan Finkielkraut, Michel Houllebecq, Theo Van Gogh y otros intelectuales sionistas.

¿A qué vieja tradición satírica francesa remiten entonces los pitufos del antiautoritarismo a la carta? ¿Qué comedida zalamería los lleva a identificar la políticamente correcta defensa de la libertad de expresión, ajustada on line a los despachos policiales de un crimen execrable?

Así como la caída de las Torres Gemelas, nunca nadie sabrá nada preciso sobre la matanza en la redacción de CH. Y de ser verdad que los asesinos eran terroristas islámicos de tal o cual facción extremista, fundamentalista, integrista (vocablos que nunca deben faltar para darle swing a las cosas), los pitufos podrían haber recordado que el tenebroso califato llamado Estado islámico de Irak (EIIL) es un Frankenstein creado, financiado y entrenado por la CIA, el Mossad y la OTAN.

Hace poco, el propio presidente François Hollande declaraba que el gobierno francés había financiado en Siria al frente Al Nursa, precursor del EIIL. O bien, recabar la opinión de Paul Craig Roberts, ex subsecretario del Tesoro de Estados Unidos, al decir que el ataque contra CH “…fue una operación de bandera falsa, diseñada para apuntalar el estado vasallo de Francia ante Washington”.

Las inquietudes de Mafalda sintonizaban con la manipulación informativa y los arbitrarios conceptos que los medios esgrimen para defender la libertad de expresión. Principio que, si de un lado carece de atenuantes, pierde sentido cuando se prescinde de lo que, implícitamente, Mafalda reclamaba a sus mayores: el contexto de la noticia.

Tomemos, por ejemplo, un párrafo de la crónica enviada por un corresponsal argentino a propósito de la magna concentración que tuvo lugar el domingo pasado en París: “…Acostumbrados a los silbidos y a los insultos, los policías, las fuerzas antimotines, se vieron sumergidas por los aplausos, las rosas regaladas, los pedidos de autógrafos”. Vaya… cómo han cambiado las cosas en el país de Voltaire.

¿Qué hubiera preguntado Mafalda? ¿Jefes máximos del terrorismo mundial cerrando filas contra el terrorismo mundial? A cien años del espíritu de 1914, cuando todos los partidos socialistas de Francia y Europa votaron en favor de los créditos de guerra, volvieron a lograrlo: la unidad nacionalcontinúa intacta.

En lugar de risas, el fino humor del creador de Mafalda (Joaquín Lavado, Quino) causaba sonrisas, invitando a la reflexión. Como aquel dibujo que mostraba a un grupo de manifestantes desfilando con pancartas de vivas, mueras, abajos. Alguien del montón, entonces, alzó la mano: “¿Se puede saber adónde vam…?” No pudo terminar. La pala de una motoniveladora gigante hizo a un lado al preguntón.

La Jornada

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