Ricardo Alarcón de Quesada.- En su mensaje a la Nación el pasado 10 de septiembre el Presidente Obama puso énfasis en destacar la excepcionalidad de Estados Unidos: “lo que hace diferente a Estados Unidos, lo que lo hace excepcional”, según él, es que su país actúa “con humildad pero con decisión” ante las violaciones en cualquier parte. Sin vacilar, llegó a afirmar que “durante casi siete décadas, Estados Unidos ha sido sostén de la seguridad global… ha significado más que forjar acuerdos internacionales: ha significado asegurar que se apliquen”.
Semejante idea la reiteró poco después ante la Asamblea General de la ONU en la inauguración de su Período de Sesiones del 2013.
Se trata de una fórmula repetida antes por sus predecesores en la Casa Blanca y también por la generalidad de los políticos de su país. Al emplear esa retórica Obama no muestra, ciertamente, excepcionalidad. Es más de lo mismo.
La idea de que la poderosa Nación es diferente a todas las demás, que supuestamente encarna valores superiores y que está destinada por el Ser Supremo a cumplir una misión divina está muy arraigada en la mente de las élites WASP (blancos, anglosajones, protestantes). Otros sectores suelen también creerlo pues desde Gramsci se sabe que en toda sociedad la cultura dominante es la cultura de las clases dominantes.
Es una idea bastante vieja. De ella parece haberse burlado, más de un siglo atrás, Otto von Bismark: “Dios tiene una providencia especial para los tontos, los borrachos y los Estados Unidos de América”.
Pero también es una creencia muy peligrosa. Tanto que en su superioridad y excepcionalidad creían ciegamente quienes provocaron la Segunda Guerra Mundial y sus horrores, frente a los que surgió, precisamente, la Organización de Naciones Unidas.
Es curioso que Obama haya vuelto con semejante discurso ante la ONU. Allí podrá probar si eso de “asegurar que se apliquen los acuerdos internacionales” lo dijo en serio o era sólo una expresión de barata demagogia. El 29 de octubre la Asamblea Mundial rechazará una vez más, y ya son veintidós veces, el bloqueo económico, comercial y financiero que Washington impone a Cuba. Como cada año Estados Unidos quedará aislado, apenas acompañado por Israel, su fiel aliado y algún que otro satélite norteamericano del Pacífico, quienes le darán su voto aunque tampoco ellos practiquen el bloqueo.
Desde 1992 la Asamblea General de la ONU año tras año, ha aprobado, por amplísima mayoría, resoluciones condenatorias del bloqueo. Son, obviamente, “acuerdos internacionales” pero, en lugar de “asegurar que se apliquen”, Washington las ha ignorado y peor aún, no sólo persiste en una política universalmente condenada sino que la intensifica.
Washington trata de imponérsela a otros, obligando a acatarla o castigando a empresas y personas que están fuera de la jurisdicción norteamericana, violando la soberanía de los demás y causando enormes daños y muchos sufrimientos al pueblo cubano. Es el genocidio más riguroso y prolongado de la historia, dura ya más de medio siglo. Bajo el mandato de Obama se ha reforzado, pues el actual Presidente persigue las transacciones cubanas con otros países y con bancos extranjeros con más saña que la mostrada por George W. Bush.
Cada año Cuba informa sobre otras acciones de ese tipo ejecutadas por Washington desde la anterior Sesión de la Asamblea. Se refieren a contratos vulnerados, operaciones interrumpidas, suministros súbitamente cancelados por empresas de terceros países al ser éstas adquiridas por compañías norteamericanas. En muchos casos se trata de antiguos socios de los que Cuba adquiría equipos, piezas o productos indispensables para los servicios hospitalarios o en el tratamiento médico de algunas enfermedades o padecimientos. Los niños cubanos ingresados en las salas de nuestros Cardiocentros infantiles son obligados a conocer muy temprano la crueldad del bloqueo y la insensibilidad de los burócratas que lo aplican. Esos niños y sus madres saben mejor que nadie la dolorosa realidad del genocidio. Y saben también, perfectamente, cuánto valen las palabras del Presidente norteamericano.
Publicado en revista Punto Final #792, Santiago de Chile
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