9 de agosto de 1988, Quito. Fidel Castro. Danilo, con gafas, y el periodista Hernán Ramos. |
La segunda celebración, la que muy poca gente conoce, ocurrió en la madrugada del 13 de agosto, el día mismo de su cumpleaños -incluso la hora, según recordó el propio Fidel Castro mirando su reloj- mientras daba una entrevista exclusiva a un grupo de periodistas ecuatorianos. Ocurrió en una casa pequeña de dos plantas ubicada en el mismo barrio Bellavista, cercana a la residencia de Guayasamín.
El relato lo ha realizado el periodista ecuatoriano Hernán Ramos, quien desde su blog "Rienda Suelta... Apuntes de Hernán Ramos", escribe habitualmente sobre temas económicos, sociales, políticos que interesan a la región.
A pesar de la extensión del material originalmente publicado en dos partes, aquí lo ofrezco en una sola entrega para comodidad del lector.
Parte 1
LA COYUNTURA. El 9 de agosto de 1988, Quito despertó sin nubes. Esa mañana, el cielo nítido de la ciudad estuvo teñido de un azul intenso, el color característico de la capital ecuatoriana en los meses del verano ecuatorial. Por aquellos días, el país estuvo atravesado del típico aire con olor a fiesta cívica. Se venía el cambio de mando presidencial y León Febres Cordero dejaba el cargo, tras cuatro años de una gestión polémica y autoritaria (1984-1988), mientras Rodrigo Borja, el relevo socialdemócrata, daba los últimos toques a su discurso de posesión como Mandatario de los ecuatorianos por otros cuatro años (1988-1992).
Todos se acomodaban para el 10 de Agosto de 1988. Seguramente, unos pocos privilegiados planchaban sus ternos para asistir al recinto legislativo; el resto, como de costumbre, alistaba el taburete para mirar los detalles de ese acto político a través de las pantallas de televisión u oyendo la radio (por aquellos días, internet y el celular eran cosas de extraterrestres). Más o menos así funcionaba la democracia ecuatoriana en esos tiempos no muy lejanos. Traído a tiempo presente, el paisaje político ecuatoriano ha cambiado un tanto. Si mal no recuerdo, la cadena local de televisión Ecuavisa fue la primera en dar la noticia: “el avión que trae al presidente Fidel Castro está aterrizando, en estos momentos, en el aeropuerto internacional Mariscal Sucre (eran como las nueve y media de la mañana)”. No es difícil imaginar lo que esa noticia generó en amplios sectores capitalinos, sin distingo de ideología, religión o condición social. Al fin de cuentas, era un acontecimiento histórico: por primera vez el máximo líder de la Revolución Cubana pisaba suelo quiteño (el 4 de noviembre de 1971 pasó por Guayaquil, rumbo a Chile, donde fue recibido por el entonces presidente Velasco Ibarra, un declarado admirador del “joven doctor Castro”).
El Comandante, quien vestía su tradicional traje de campaña, se bajó del avión, salió enseguida del aeropuerto y hasta ahí se supo de él… por el momento. Las razones de la Seguridad justificaron la implacable conducta cubana para tales casos (válida para los desplazamientos del famoso revolucionario, por distintos lugares del planeta, incluyendo Vietnam, cuando ese país estaba en guerra con Estados Unidos, como el propio Fidel Castro lo reveló hace varios meses en una nota firmada).
Volviendo al tema de este dossier, esa mañana del 9 de agosto de 1988, nadie sabía la hora del arribo ni el lugar donde pasaría Fidel durante su estadía en Ecuador. Pero quien suscribe estas líneas -junto a dos personas más- pudieron comprobar que ni la máxima seguridad ofrece siempre el blindaje total. Más adelante veremos por qué.
9 de agosto, Quito. Este es el cuadro obsequiado a Fidel Castro. |
Con más o menos palabras, esta era su respuesta recurrente. Casi todos sus colegas de trabajo movían sus cabezas con cierto desdén al oír tal respuesta. Y si bien nadie se reía en los corrillos para no lastimar la sensibilidad del artista, la verdad es que casi nadie daba un céntimo por esa idea y menos aún por la posibilidad de que ocurra algo que él, curiosamente, lo daba como un hecho inexorable. No olvidemos que estos diálogos ocurrían a inicios de 1988, cuando nadie imaginaba siquiera que Fidel Castro pisaría tierra ecuatoriana, y el propio Rodrigo Borja andaba sin saber a ciencia cierta si sería Presidente del Ecuador. Pero Danilo tuvo razón y se llevó las glorias cuando vio que su sueño se hacía realidad aquel 9 de agosto de 1988.
LA BÚSQUEDA. El ulular de las sirenas llenaba las calles de Quito. Policías y guardaespaldas se movilizaban por doquier y abrían camino para que pasen las distintas delegaciones que llegaban al cambio de mando. La delegación cubana, presidida por Fidel Castro, luego de salir del aeropuerto, no apareció más. Los simpatizantes del líder cubano iban tras su rastro. Unos corrían hacia la Embajada cubana, no estaba. Otros tomaban rumbo a la casa del pintor Oswaldo Guayasamín, su amigo de toda la vida, tampoco estaba. Danilo y yo formábamos parte de aquella marea desconcertada y a punto de tirar la toalla. De hecho, en el camino de retirada, con cuadro y todo (que lo llevábamos sostenido en el balde de una camioneta, en colaboración con otro joven de nombre Renato), algo instintivo salió a flote en el periodista que escribe estas líneas. En la avenida 6 de Diciembre, a la altura del antiguo colegio Alemán, notamos un movimiento discreto pero inusual del personal de seguridad. Eran ecuatorianos y cubanos, en motos y a pie, que custodiaban el lugar, estábamos en los exteriores de la residencia del Embajador cubano en Quito.
Detuvimos la camioneta, nos colocamos frente a la residencia. La pintura, hábilmente ubicada frente a la casa del diplomático, se mantuvo firme en el balde de la camioneta. Ahí nos quedamos sin saber bien porqué. Todo era intuición, instinto nada más. Fueron cinco o seis minutos de espera eterna, pero todos sentíamos que el ambiente y el escenario no eran normales. Salió entonces un mulato de la casa y se dirigió a nosotros. “Bueno, muchachos, ¿de qué se trata todo esto? ¿Ustedes de qué partido político son? ¿Quién ha hecho esto?…” La batería de pregunta nos desconcertó al inicio, pero enseguida notamos que era la pauta inequívoca de que estábamos tras la pista correcta.
Nuestras respuestas fueron breves y concisas. “No somos de ningún partido político -dije yo, y añadí-, en cuanto al cuadro, le presento a su autor, aquí está, se llama Danilo…” El joven pintor enseguida le explicó al cubano que no le interesaba otra cosa que no sea entregarle su cuadro a Fidel Castro; le contó que lo había creado por ese único motivo desde hace meses; que no le interesaba obtener ningún beneficio económico ni político de su trabajo… Fue suficiente.
El cubano regresó entonces a la casa. Tres minutos después volvió a salir, esta vez en compañía de dos ayudantes. “Vengan, muchachos, les ayudaremos a meter el cuadro”. Al cruzar el umbral de la residencia diplomática, en el patio, todo cambió de forma espectacular. Una nube de periodistas cubanos nos inundó de preguntas, de todo tipo, los flashes tronaban y las luces castigaban a nuestros ojos. El bullicio era infernal y nadie entendía nada. Que quiénes somos. Que qué hacemos. Qué de dónde salió la idea del cuadro. Que si representamos a algún partido o movimiento político… Las respuestas fueron las mismas. Luego de tan inesperado baño mediático, totalmente fuera de libreto, con un Danilo conmovido hasta las lágrimas, se nos acercó otra vez el mismo mulato de las preguntas iniciales. No estaba tan distendido como al comienzo; con una voz grave y tensa, demandó: “Pasen por favor y suban al segundo piso, el Comandante en Jefe les espera”.
EL ENCUENTRO. No terminábamos de llegar al segundo piso cuando un Fidel Castro alegre, risueño y colosal salió a su encuentro con tres jóvenes que brotaron, virtualmente, de la nada. Nos abrazó con una intensidad inédita, con una familiaridad espontánea difícil de olvidar.
“Ustedes son los primeros ecuatorianos con los que tengo el gusto de hablar. Ustedes son la vanguardia, ustedes se atrevieron y ya les admiro por eso. Estoy muy contento de estar en Quito; me impresiona la belleza que rodea a esta ciudad. Incluso le pedí al piloto que antes de aterrizar dé una vuelta completa sobre la ciudad para mirar el maravilloso paisaje de los Andes ecuatorianos. Miré con mucho interés el volcán Pichincha y el sitio donde el Mariscal Sucre venció a los españoles. Ustedes saben, a mi me fascina la Historia”. Enseguida tuvimos un breve intercambio de impresiones sobre temas históricos y de coyuntura, fue algo formal pero de ninguna manera normal, todo aquello era extraordinario y la adrenalina dominaba el ambiente de la salita llena de gente. Luego, Fidel se interesó en el trabajo del joven pintor. “Mira, Danilo, estuve observando detenidamente, desde esta ventana, el cuadro que has pintado. Es muy bonito y me recordó los años de mi juventud. Te agradezco mucho, es un lindo detalle de tu parte. Ahora dime, muchacho: ¿qué hacemos con él: lo donamos a algún museo aquí en Ecuador o lo llevamos para Cuba? Tu decides”. Danilo casi no pudo responder. Le traicionaron los nervios y sucumbió entre tantas emociones. Se le cortó el habla; estaba conmovido, conmocionado. Solo atinó a decir que había pintado el cuadro “para usted, Comandante, y quiero que se lo lleve a Cuba; esa será mi felicidad”. Dijo también que el cuadro representa su forma sencilla de reconocer lo que Fidel Castro había hecho por los latinoamericanos, por los pobres, por la gente de abajo. Que estaba muy satisfecho por entregárselo personalmente y que con eso él tenía suficiente. Fueron minutos de intensidad y emotividad difíciles de describir, incluso hoy, 21 años después de ocurrido el hecho. Y mientras la conversación seguía, los flashes de las cámaras de la prensa cubana no daban tregua.
Antes de despedirnos, me atreví a algo más, por si acaso… Le pedí al Presidente cubano que nos conceda una entrevista, para charlar con agenda abierta sobre diversos tópicos históricos y de coyuntura. Fue una acción instintiva de mi parte, que vista a la distancia, quizá se podría juzgar como un abuso de confianza: un desconocido le pide un diálogo abierto a un jefe de Estado… Pero bueno. Sabía que tenía pocas probabilidades. Con amabilidad y gentileza me hizo saber que su agenda en Quito era muy extensa e intensa; que estaba en el país de visita oficial; que tenía muchas citas bilaterales en el contexto del cambio de mando, etcétera.
“No hay peor gestión que la que no se hace”, decían los abuelos e iba camino de la resignación. Pero la sorpresa fue mayúscula cuando el propio Fidel me dijo que detalló la lista de dificultades para que esté consciente de que la entrevista -aceptada por él sin condiciones, ni siquiera preguntó dónde y cuándo se publicaría- se realizará en un momento que no podía precisar, dadas las circunstancias. No había nada que añadir, su palabra estaba comprometida y la entrevista quedó pactada en esas condiciones. Nos despedimos entonces con una nueva tanda de abrazos y quedamos en vernos luego, para conversar con más calma, como si lleváramos años de amistad.
Una vez en la calle, lejos de los flashes y de la parafernalia que nos inundó en la casa del Embajador, nos sentamos a pensar cómo hacer para entrevistar de la mejor manera posible al jefe de la Revolución Cubana. Teníamos poco tiempo y el Comandante también. A eso nos dedicamos entre el mediodía del 9 de agosto y la noche del 12 de agosto, cuando nos recibió horas antes de su regreso a La Habana.
Parte 2
9 de agosto de 1988, Quito. Fidel Castro, Danilo y Hernán Ramos charlan animadamente en la residencia del Embajador cubano. El
tema: la Batalla de Pichincha. |
EL ESCENARIO. Como era de esperarse, Fidel Castro tuvo una jornada prolongada e intensa mientras estuvo en Quito, de visita oficial, entre el 9 y el 13 de agosto de 1988. El día 12, la fiesta política bajaba el telón. Rodrigo Borja estaba ya en Carondelet y la mayoría de delegaciones se había marchado, luego de cumplir sus compromisos en el país. El Presidente de Cuba estaba entre quienes seguían en Ecuador. Le hicieron homenajes, estuvo en reuniones políticas y sociales. En un momento dado, quienes esperábamos por la entrevista, llegamos a pensar que no le quedaría tiempo para atender su compromiso adquirido con nosotros el 9 de agosto en la casa del Embajador cubano en Quito.
Todo se despejó a mediodía del 12 de agosto. El secretario personal de Fidel Castro nos llamó a confirmar la cita. Recibimos la instrucción de estar en un sitio exacto a una hora precisa. El sitio resultó ser una pequeña y discreta casa en el barrio Bellavista (al norte de Quito). La hora: 6 de la tarde. Allí esperamos. Mientras tanto, a través de la televisión local seguíamos el periplo del Comandante. Entrada la noche, su último acto oficial fue en la casa-museo de Oswaldo Guayasamín. Llegó en la noche y ahí celebró su cumpleaños 62.
Aquí una precisión: el líder cubano celebró dos veces su cumpleaños en Ecuador. La primera, como queda dicho, en la casa del desaparecido artista ecuatoriano. Allí estuvieron personalidades de la política y de la intelectualidad ecuatoriana; en su mayoría, los asistentes eran militantes de izquierda. De lo que se veía por televisión, hubo pastel, aplausos, cantos, lágrimas, velas… Esa celebración se prolongó hasta altas horas de la noche del 12 de agosto. Sin embargo, la segunda celebración, la que muy poca gente conoce, ocurrió en la madrugada del 13 de agosto de 1988, el día mismo de su cumpleaños -incluso la hora, según recordó el propio Fidel Castro mirando su reloj-, mientras daba una entrevista exclusiva a un grupo de periodistas ecuatorianos… Eso ocurrió en una casa pequeña de dos plantas ubicada en el mismo barrio Bellavista, cercana a la residencia de Guayasamín.
LA ENTREVISTA. Cuando llegó a la cita, la algarabía inundó el pequeño recinto. Fotos, saludos, abrazos, respeto… Llevaba su habitual traje verde, donde destacaban las insignias de Comandante en Jefe de la Revolución Cubana. Calzaba unos botines negros, brillosos, su cinturón de campaña estaba en su sitio. Su barba, canosa y no muy abundante, irradiaba sobre su figura un aire ciertamente apostólico.
Ni bien entró a la sala se adelantó a saludar con todos los presentes. Y en nuestro caso, con la misma amabilidad, respeto y cariño del primer día, cuando lo conocimos en casa del Embajador. Apenas nos vio a Danilo y a mi, dijo: “Ustedes fueron los primeros ecuatorianos con los que hablé y, miren la coincidencia, también serán los últimos, en esta visita a Ecuador que ya es inolvidable para mi, por muchas razones”.
En ese momento -cerca ya de la medianoche-, su rostro reflejaba el cansancio de su cuerpo, producto de las maratónicas jornadas que desplegó desde que pisó suelo ecuatoriano. Pero pronto vimos que su lucidez, su capacidad analítica, su potencia mental para recuperar recuerdos, nombres, imágenes y circunstancias, estaban intactas a esa hora de noche. Por eso, cuando llegó la hora, esas cualidades se expandían, se potenciaban, se explayaban mientras más se adentraba en sus reflexiones y/o cuando respondía las preguntas que se le hacían.
“Bueno, empecemos”, dijo con educada firmeza, mientras se acomodaba en el modesto pero cómodo sillón, junto a la chimenea de la sala. Cámaras y grabadoras estaban listas. Sobre la mesita, dos tazas de té para aplacar el frio de la noche quiteña. Al inicio hubo algo de tensión y la primera pregunta demoró en salir. Fue normal, tomando en cuenta el personaje, la circunstancia, el momento.
El cuestionario inicial abarcó dos bloques generales. El uno fue de índole histórica: se avecinaba el Quinto Centenario del Descubrimiento y Conquista española de América y Fidel tenía harto hilo en el carrete y su discurso era muy activo. El otro tema fue de tipo económico: el grave problema de la deuda externa de los países latinoamericanos. En ese punto reivindicó su tesis, bajo el argumento de que nuestros países ya habían cancelado, con creces, la deuda. Por lo tanto, los gobernantes de la región tenían razones económicas, éticas e históricas para adherirse a la tesis del no pago.
Mientras analizaba estos puntos, estuvo muy distendido. Sus respuestas mostraban conocimiento, pedagogía, erudición. “Imaginen ustedes lo que significó para los pueblos originarios de América que los españoles lleguen a estas tierras con armas de combate como el caballo, la armadura, el perro, el arcabuz. Eran bombas atómicas para la época; así era muy difícil y desigual el combate”. Luego se abrió espacio para reconocer el valor militar de la conquista española, en un medio desconocido y hostil para ellos. “Ciertamente, fue una proeza, más allá del saqueo y de las consecuencias nefastas que tuvo para nuestros pueblos; los conquistadores fueron temerarios y debieron tener mucho carácter para hacer lo que hicieron”.
EL APAGÓN. La entrevista era intensa en ese momento, transcurría con normalidad y bajo esos parámetros. Hasta que se presentó un hecho inaudito, inverosímil, increíble: mientras Fidel Castro estaba en el uso de la palabra, de pronto, se cortó la energía eléctrica y todas las luces del recinto se apagaron, todas. Yo estuve junto a él y enseguida sentí un aire y alcancé a divisar una sombra que se lanzó a protegerle. Entendí instantáneamente la gravedad del momento. Y creo que los demás presentes en la sala procesaron las cosas de igual manera. Nadie se movió.
- “¿Qué sucede?”, preguntó Fidel Castro.
- “Estamos resolviendo, Comandante”, respondió una voz apresurada y anónima desde algún punto de la sala.
- “¿Y bueno?”, fue la segunda pregunta de Fidel, esta vez más inquietante, pues había pasado al menos un minuto y todo seguía en tinieblas.
- “Ya está, no hay más problema”, dijo otro miembro de su escolta y enseguida se prendieron las luces.
El guardia de seguridad que protegía con su cuerpo al Jefe de la Revolución Cubana auscultó el lugar con una penetrante y escrutadora mirada. Solo después de estar seguro de que todo volvía a la normalidad, se retiró atléticamente hasta el mismo costado de la sala donde estuvo durante la entrevista.
Luego del apagón, Fidel Castro se veía algo pálido, algo perplejo, pero mantuvo siempre la calma y la serenidad. Yo miré alrededor y solo vi rostros de asombro e incredulidad. El silencio general en la sala se mantuvo, incluso, segundos después de que la electricidad fue restablecida. La conducta colectiva fue tan excepcional como el hecho en sí que nos tocó vivir esa madrugada del 13 de agosto de 1988.
Todo el mundo no podía creer lo que había visto y vivido en ese momento. Entre el apagón y las palabras de alivio del escolta pasaron casi dos minutos, una eternidad, un tiempo suficiente para que pase cualquier cosa, para que una imprudencia derive en tragedia, para que cualquiera de los presentes se rinda ante sus nervios y provoque un caos… Pero nada de eso pasó, nadie se atrevió ni siquiera a prender un fósforo. Nadie habló, todo el mundo espero en su sitio. Todos éramos estatuas. Incluso el telúrico y colosal Fidel Castro se mantuvo quieto, en su sitio, esperando el desenlace. Visto a la distancia, aquel episodio fue como que si todos los presentes hubiésemos conocido de antemano el libreto de una obra teatral, donde nadie tenía posibilidad de cometer errores. Si uno fallaba, fallábamos todos.
Restablecida la luz y pasado el susto, la Seguridad cubana informó al Comandante -y lo oímos porque estuvimos junto a él- que la causa del apagón había sido algo fortuito: como la casa en la que estábamos era “normal”, es decir, no tenía extras ni instalaciones especiales, resulta que cuando llegó todo el mundo se instalaron cables para las grabadoras, para las luces, para las filmadoras… Esa sobrecarga recalentó el sistema eléctrico de la casa e hizo estallar el fusible por el consumo excesivo de energía. No hubo más explicación que esa. Explicación razonable, dijeron los propios miembros cubanos de la Seguridad de Fidel Castro. De modo que ni la CIA ni nadie había metido mano en el asunto… al menos esa vez.
EL RECUERDO DEL CHE. La entrevista siguió. Los temas históricos y económicos se habían decantado al tenor de lo anotado en líneas anteriores. Llegó entonces una pregunta que no era posible dejar de lado.
- “Comandante -pregunté no sin poco temor y aventurándome a una negativa de su parte-, usted no habla mucho, públicamente al menos, de la figura del Che Guevara. ¿Qué representa para usted el Che?”.
Fidel Castro, hasta ese momento distendido y relajado en su sillón, de pronto cambió de semblante. Lentamente se incorporó, clavó su mirada en el piso, frotaba su barba. Noté que sus ojos, algo meláncólicos, le llevaron hacia recuerdos de honda repercusión en su vida. Pasaron unos pocos segundos, interminablemente largos y silenciosos, hasta que respondió: -”Todavía sueño con el Che. Es más, siempre sueño que converso con él, que hablo con él, que discutimos y hablamos de muchas cosas”.
Y arrancó a contar todo: de cómo lo conoció en México, de su arrojo en los primeros combates en la Sierra Maestra, de su temeridad en las misiones más difíciles, de su desprendimiento material, de su formación intelectual, de su ética, de su integridad como ser humano… Habló largamente también de lo que definió como la hazaña, la proeza del Che en tierras bolivianas, donde encontró la muerte. Contó que luego de su muerte, él, personalmente, en La Habana, se dedicó a estudiar a fondo el Diario del Che en Bolivia, “con los mapas sobre la mesa”. Llegó a varias conclusiones, una de ellas, que en las últimas jornadas de combate, mientras estaba cercado y acosado por los militares bolivianos entrenados por estadounidenses, el Che adoptó una conducta temeraria e irreversible, característica en él: enfrentar al enemigo arriesgándolo todo, aunque pudo tener alguna opción para romper el cerco que le tendieron en la zona de Ñancahuazú.
A esa hora de la fría madrugada quiteña, el número uno de la Revolución Cubana contó, convencido, que el Che pudo tener una oportunidad, pero conociéndolo como él lo había llegado a conocer, tratándolo como él lo había llegado a tratar, y sobre todo leyendo cuidadosamente sus últimas anotaciones, Fidel Castro sentenció que la actitud del Che estaba definida: dar la batalla final con el fusil en la mano. “Así era él”, dijo, al tiempo de ratificar que si bien el proyecto militar se truncó con su muerte, las ideas por las que luchó no fracasaron. “Están ahí -dijo-, siguen vivas”. Pero reconoció que la desaparición de su camarada, a temprana edad para un estadista como el Che, le había significado a Cuba una pérdida mayúscula. “Cuánto lo necesitamos los cubanos; cuánta falta nos hace su crítica, su ejemplo, su inteligencia; cuánta falta le hace al movimiento revolucionario latinoamericano”…
Durante el largo momento en que Fidel habló del Che Guevara, lo hizo con pausa y con mucho respeto. Era claro que medía cada palabra que pronunciaba.
EL EPÍLOGO. Hacia la una y media de la madrugada del 13 de agosto de 1988, la entrevista que un grupo de jóvenes ecuatorianos realizaba al Jefe de la Revolución Cubana, llegaba a su fin. Fidel había hablado de todo, era tarde y el cansancio nos afectaba a todos. Al final, cuando estaba por caer el telón, hubo tiempo para una sorpresa más. El Comandante miró su reloj, todos pensamos que era una forma elegante de anunciarnos su retiro de la sala para irse a descansar. No fue así. “Según me contó mi madre alguna vez, resulta que a esta hora nací. Estoy muy feliz porque es la primera vez que celebro un cumpleaños fuera de Cuba… sin estar en la cárcel”. En ese momento hubo un aplauso encendido y prolongado de los presentes. Siguieron los abrazos y las fotos para el recuerdo. Esta es la foto publicada por Hernán.
Hacia la tarde de ese mismo día, Fidel Castro aterrizaba en el aeropuerto José Martí de la capital cubana. Seguramente ahí también festejó su cumpleaños número 62. Por ello, contabilizando los hechos, bien puede decirse que el líder de la Revolución Cubana celebró tres cumpleaños el mismo día, dos de ellos en Quito; el menos conocido y más excepcional ocurrió en la madrugada del 13 de agosto de 1988.
Fuente original: Blog de Hernán Ramos, Parte 1 y Parte 2
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