M. H. Lagarde.─ Con el llamado golpe en marcha en Venezuela, Estados Unidos ha puesto a elegir al mundo entre la legitimidad de la Revolución Bolivariana y su presidente impuesto, Juan Guaidó.
La frase pronunciada por George W. Bush en vísperas de la invasión a Irak en 2003: «O estás conmigo o estás en mi contra», vuelve a resonar en la cabeza de los halcones de la actual administración Trump.
A pesar de lo burdo y ridículo de la desesperada maniobra que pretende imponer de a dedo a un presidente, no han faltado los que se han sumado dócilmente al juego. Tal es el caso del llamado grupo de Lima y de la vacilante Unión Europea, quienes, convocados por el imperio, acompañan su cruzada a favor nada menos que de la «democracia».
Luego de 20 años de fracasos en su guerra contra la patria de Chávez, para dicho grupo la lucha a favor de la «democracia», al parecer, equivale a ayudar al gendarme mundial a recuperar los recursos naturales del país con mayores reservas petroleras del mundo, ahogar por asfixia económica el indiscutible desarrollo social de una nación donde los pobres de la tierra no tuvieron jamás derechos, o a ignorar la voluntad de un pueblo —demostrada durante 23 elecciones— de defender la soberanía que, durante siglos, les negó una burguesía entreguista y sumisa de los intereses del imperio.
Nada parece más perentorio para algunos en este mundo que derrocar de una vez por todas al «dictador» venezolano Nicolás Maduro y condenar a la desaparición el empuje de las fuerzas progresistas y solidarias que durante las últimas décadas casi logran la integración de una Latinoamérica convertida en zona de paz.
El golpe que pretende rendir la voluntad libertaria del pueblo va más allá de la suplentación de un presidente genuino por un presidente electo por un grupo de politiqueros estadounidenses entre las cuatro paredes del despacho Oval de la Casa Blanca.
En realidad, las más recientes presiones de todo tipo contra Venezuela, incluida la invasión militar, son, sobre todo, un golpe de estado a la ya maltrecha llamada democracia occidental, con sus supuestas elecciones directas y falsos pluripartidismos. Suplantar a Maduro del modo en que Estados Unidos pretende hacer en su desesperación significa, de hecho, mucho más que reactualizar en pleno siglo XXI la doctrina Monroe o reconquistar el añorado perdido patio trasero.
Lo que está en juego en Venezuela es el ascenso de una nueva dictadura fascista mundial, según la cual Estados Unidos definirá, a partir de ahora, cuáles son las nuevas reglas de la tan cacareada «democracia». Poco importarán las letras de las constituciones, ni el derecho internacional, ni los tratados de comercio, ni los resultados ni de uno ni de cientos procesos electorales. La única regla válida será la de la sumisión incondicional a un mundo hegemónico dominado por Washington.
Los que votan por el títere electo en Washington legitiman la injusticia de un nuevo orden mundial, en donde su hoy papel de comparsa puede mañana convertirse en un boomerang contra su propia independencia. En Venezuela se decide, más que el destino manifiesto de la decadencia imperial, el destino de los sueños pospuestos de justicia y libertad de la humanidad. En estos tiempos, la verdadera y única disyuntiva consiste en ponerse a favor de los pueblos o de las plutocracias que los oprimen.
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