Jesús Arboleya.-- Mucho desconcierto ha creado la decisión del gobierno norteamericano de declarar a Venezuela “una amenaza extraordinaria a la seguridad nacional de Estados Unidos” e imponer sanciones a varios funcionarios de ese país, cuando, al mismo tiempo, hace ingentes esfuerzos por restablecer relaciones diplomáticas con Cuba, su adversario histórico en la región.
Tal parecía que uno de los objetivos de la política de Estados Unidos hacia Cuba era salvar la Cumbre de las Américas, a celebrarse en Panamá en abril próximo, amenazada por el rechazo unánime de los países de la región a la exclusión de la Isla. Salvado este obstáculo, quizá Obama aspiraba a pavonearse por el salón de conferencias, sin que algunos reproches impidiesen mejorar una imagen muy necesitada de la reparación que la nueva política hacia Cuba le estaba propiciando.
Sin embargo, todo se vino abajo cuando Estados Unidos lanzó la “bomba” de la supuesta amenaza venezolana y parece que nadie es capaz de explicar a ciencia cierta las razones. Ni siquiera el propio gobierno norteamericano, que se ha limitado a decir que se trata de una “formalidad legal”, para destacar sus preocupaciones respecto a la situación interna de ese país. Según ellos, no vale la pena “exagerar”, ya que otros treinta países se encuentran en igual situación.
Resulta difícil para cualquier país latinoamericano y caribeño aceptar los términos injerencistas de la declaración estadounidense contra Venezuela. Así ya se han expresado la mayoría de los gobiernos y movimientos políticos de la región. Incluso los más “tibios” han optado por callarse, pero nadie se ha atrevido a apoyarla.
Instituciones regionales como UNASUR, ALBA y CARICOM han expresado su condena a la “orden ejecutiva” del presidente Obama y realizado propuestas para la convocatoria a un diálogo entre las partes. Una solución que Venezuela acepta como buena, pero sobre la cual Estados Unidos no se ha manifestado.
Ni siquiera buena parte de la derecha venezolana ha podido apoyar esta declaración y las sanciones correspondientes. Hasta se quejan de que, por su culpa, se han abortado planes que requerían más discreción de Estados Unidos, contribuyendo a fortalecer la credibilidad del gobierno venezolano ante su pueblo y el resto del mundo.
Hacia lo interno de la sociedad norteamericana, la inmensa mayoría de la prensa, varios tanques pensantes y especialistas en América Latina han considerado, cuando menos, “contraproducente” esta orden ejecutiva del presidente. Si lo que Obama quiso fue mostrar fortaleza frente a sus enemigos políticos, el resultado fue, por el contrario, sacar a flote las inconsistencias que han caracterizado su mandato. La verdad es que ni siquiera la nueva política hacia Cuba necesita intentar esa defensa.
Un resultado seguro es que, cualquiera sea la pretensión del gobierno de Estados Unidos, la agenda de la próxima Cumbre de las Américas ya está escrita y los principales puntos a debatir serán el fin de la amenaza a Venezuela y el levantamiento del bloqueo a Cuba.
Incluso suponiendo que algunos países se distancien de la mayoría, debido a la presión estadounidense, Estados Unidos corre el peligro de que la crisis se extienda al ya cuestionado funcionamiento de la OEA, poniendo en riesgo la existencia misma del sistema panamericano, a través del cual se ha articulado hasta ahora su hegemonía en el continente.
Por todas las vías a su alcance, Cuba ha dejado clara su solidaridad con Venezuela, así como su voluntad de no dejarse “seducir o comprar” por Estados Unidos, ni abandonar a sus aliados. Tal posición pone en dudas la posibilidad de restablecer relaciones diplomáticas con Estados Unidos antes de la Cumbre, como aspira el gobierno norteamericano, y compromete al menos el ritmo del proceso negociador en el que Obama ha invertido tanto capital político y ganado un considerable respaldo interno e internacional.
La moraleja es que la implementación de la política norteamericana está condicionada por intereses tan diversos y contradictorios, que muchas veces resulta difícil comprender sus acciones. Esto explica que “políticas fallidas” para la nación, devengan negocios formidables para algunos consorcios; la existencia de un cuerpo político polarizado, cuando debiera ser homogéneo y que, constantemente, se evidencie el contrasentido de una política que tiende a dinamitar el propio orden internacional donde Estados Unidos es el poder dominante.
Desde mi punto de vista, estamos en presencia de un partido que Estados Unidos ha perdido por culpa de una mala jugada y al presidente norteamericano solo le queda comenzar otro nuevo, en la esperanza de que esta vez actúe con mejor tino. De todas formas, ya no podrá pavonearse en Panamá, donde más bien le espera el mal rato que se ha ganado./Progreso Semanal
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