Este sábado falleció el afamado Premio Nacional de la Danza y fundador
de la Escuela Cubana de Ballet y del Ballet Nacional de Cuba, cuyo
cadáver será expuesto a partir de las nueve de la noche de este sábado en la sala
Avellaneda del Teatro Nacional, para ser enterrado en la Necrópolis de
Colón, a las 3:00 p.m., del domingo.
Acaba de morir Fernando Alonso, el genio más grande de la danza de Cuba y Latinoamérica, el maestro de maestros, el fundador de la Escuela Cubana de Ballet y del Ballet Nacional de Cuba, junto a Alicia y Alberto; el creador de talla universal, el hombre cuya humanidad no podía ser atrapada en ese inmenso corazón que se acaba de detener pero que, para honor de este pueblo, latió durante 98 gloriosos años.
Escribo ahora, choqueado por la noticia de la muerte de un artista único, verdadero, superlativo, quien a pesar de haber sido requerido una y otra vez por las más sobresalientes compañías del mundo, prefirió permanecer en su amada Isla porque sencillamente amaba este país y porque, como me dijo en una ocasión, «aquí está mi obra», según José Luis Estrada Betancourt del diario JR.
Y es que su obra, que comenzó a hacerse magna en el ámbito artístico a partir de que cumpliera 33 años, se sedimentó eternamente en esta tierra cuando nos regaló una metodología con la cual la danza clásica cubana se empezó a venerar en todos los continentes.
Porque sucedió que después de ser aclamado en Estados Unidos en notables agrupaciones como los ballets de Mordkin, el American Ballet Caravan, el Ballet Ruso de Monte Carlo o el Ballet Theater (BT), y luego de hacerse notar en espectáculos de Broadway, Fernando propició, aquel inolvidable 28 de octubre de 1948, que viera la luz el Ballet Alicia Alonso (hoy Ballet Nacional de Cuba), un acontecimiento que no contará, tristemente, con su presencia, cuando se recuerde, en los próximos meses, los 65 años de la compañía danzaria más renombrada de la Isla.
«En ese entonces yo era director general y bailaba, me encargaba de organizar las funciones, buscar recursos financieros para todo lo que se debía producir y para el mantenimiento de lo esencial porque, como ya se sabe, el Estado solamente nos daba algún dinero cuando podía, y era una cantidad ínfima después que la compañía estuvo establecida. Al mismo tiempo, supervisaba y hacía la liquidación de la venta de las entradas y del dinero que recibíamos de la subvención para pagar a la orquesta y a los técnicos, hoteles, transportación... Yo era quien les pagaba a estas personas. Claro, no lo hacía solo, conté siempre con el apoyo de Ángela Grau, Manolo Corrales, Conchita Garzón, Antonio Núñez Jiménez y Leovigildo González Murillo, entre otros.
«Luego, cuando fundamos la Academia, también dirigía, administraba, incluso atendía la correspondencia, porque después de las giras del Ballet se hacía muy evidente el interés de muchos jóvenes de venir a recibir cursos y estudiar con nosotros. Por supuesto, también impartía clases... En fin, esas fueron mis tareas en las primeras etapas, porque después del triunfo de la Revolución conseguir el dinero, que era tan difícil, ya no fue un problema.
«Alicia era nuestra figura principal, impartía clases, sobre todo para dar el toque final en los ensayos y definir los estilos en aquellos grupos de nuestros becados, es decir, los más aventajados».
De esa manera, la compañía comenzó con un elenco integrado, en su mayoría, por extranjeros, de modo que hubo que crear una escuela para formar el relevo. «Nosotros simplemente intentábamos enseñar a bailar ballet correctamente, pero la gente bailaba reflejando las características del pueblo cubano. Fue algo inconsciente. En la década del 60 la crítica advirtió que un grupo de jóvenes talentosas que concursaban en Varna, Bulgaria, bailaban de un modo distinto.
«Ya sabíamos que nuestros compañeros del BT no podrían acompañarnos en esta utopía por mucho tiempo, pues tanto los bailarines norteamericanos como los extranjeros debían empezar a recuperar sus contratos. Para nosotros era más que claro que el futuro de la naciente compañía se tornaría gris si no éramos capaces de cubrir el vacío que se creaba. Así que estábamos necesitados de crear una escuela diferente de aquella que habíamos pasado en Pro-Arte, la cual no contaba con una metodología verdadera, científica, de academia. Eran sencillamente clases para que las niñas de alta y mediana sociedad, más que bailar, se refinaran. Había que fundar una escuela con todas las de la ley y con una metodología. Esa labor me tocó a mí».
Fue así que dejó de bailar para dedicarse a la enseñanza, un hecho que le permitió descubrir «un placer infinito. Era la oportunidad que tenía de plasmar mi concepción estética del ballet». ¡Y por supuesto que lo consiguió!
Por ello permanecerá Fernando en nuestro recuerdo y, aún sin acompañarnos físicamente, seguirá sempiternamente vivo en esos bailarines que continúan asombrando al universo, y en aquellos que todavía están por nacer porque, estoy convencido, seguirán sus consejos, y serán capaces, como el inmortal maestro les enseñó, de «saber qué debemos tomar que resulte útil para conservar los conceptos que nos distinguen como escuela. La globalización es inevitable, pero existe el peligro de querer traer a nuestra escuela todo lo que se ve, porque causa buen efecto en otro sitio.
«Nuestra escuela fue producto de una labor de muchas personas durante varios años, de ver y probar muchas cosas, de estudiar lo que más tenía que ver con nuestro carácter y manera de ser. Hay una verdad tan grande como un templo: detrás de un buen bailarín, siempre hay una buena escuela».
Sí, tendré que sacar muchas fuerzas para ofrecerle mi último adiós a ese creador que admiré desde bien adentro en la sala Avellaneda del Teatro Nacional de Cuba, donde su cadáver, desde las 9:00 p.m. de este sábado, se mantendrá escoltado por un pueblo que le entregará esa bandera que tanto lo emocionaba; por este pueblo que le estará de por vida agradecido. Y lloraremos porque el dolor es infinito, e iremos junto él hasta la tumba donde será enterrado este domingo, a las 3:00 p.m., en la Necrópolis de Colón.
De seguro, a ese sitio volveremos una y otra vez, y aguzaremos el oído para escuchar su voz sabia, calmada y musical, no solo para que nos diga cómo hacer para que, a través de la danza, florezca aún más nuestro espíritu, sino también para que nos devele su secreto de cómo amar tanto a la familia, a su gente, a su público fiel, al Ballet Nacional de Cuba, a la Escuela Nacional de Ballet que se prestigió hasta el último momento con su luz; a la cultura cubana, a la Patria.
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