Abel Prieto.─ El historiador francés Christian Ingrao se propuso desmentir la leyenda de que los ejecutores del Holocausto fueron gente primitiva, fanática, sin estudios, muy limitada intelectualmente. Investigó 80 casos de oficiales nazis que intervinieron de manera directa en la matanza e hizo el libro Creer y destruir. Los intelectuales en la máquina de guerra de las SS. Demostró así que numerosos niños alemanes que sufrieron como víctimas la Primera Guerra Mundial estudiaron luego, en los años 20, carreras universitarias, Leyes, Historia, Economía, Geografía, Sociología, y fueron reclutados masivamente para integrar las fuerzas más crueles del III Reich. Entre ellos hubo quienes se graduaron con honores en dos carreras; pero, eso sí, ninguno dudó a la hora de asesinar inocentes con sus propias manos.
Aunque cultos y dotados de una gran preparación intelectual, habían sido convencidos de que debían exterminar a los judíos porque significaban un peligro potencial para el pueblo alemán –de este modo se justificó ante sus jueces, en 1947, el coronel Walter Blume, doctor en Leyes, que había estudiado en Jena, Bonn y Münster.
Ingrao nos muestra un rostro peculiar del fascismo y prueba que la inteligencia y la cultura pueden acompañar a la barbarie si carecen de una base ética. No olvidemos que un poeta excepcional como el estadounidense Ezra Pound, antisemita feroz, se convirtió en vocero de Mussolini.
Un rostro digno de estudio muestra hoy el neofascismo europeo. Muchos analistas consideran que la estructura ideológica de estas corrientes radicales de ultraderecha resulta muy similar a aquella que sostuvieron sus antecesores en Italia, Alemania y la España franquista. Los imprescindibles chivos expiatorios ya no son judíos, sino inmigrantes de «razas inferiores», en particular los musulmanes. Al igual que Hitler, Mussolini y Franco, siguen siendo rabiosos anticomunistas. Detestan visceralmente todo mestizaje étnico y cultural, y sueñan con una Europa «pura», blanca y cristiana. También odian (odian mucho, con intensidad, con rabia) a feministas, homosexuales y activistas por los derechos de las llamadas minorías, emplean un lenguaje agresivo, enfático, bravucón, y acuden con facilidad a los peores insultos.
Según una escritora española, el neofascismo tiende a arrastrarnos de igual forma hacia «el territorio donde es más fuerte: la mentira»:
«La mentira es creada, alimentada con mimo, cultivada como se cultiva un virus letal en un laboratorio. Hay think tanks de expertos creadores generando noticias falsas a nivel industrial. Así ocurrió en las campañas de Bolsonaro y de Trump, con Steve Bannon actuando como maestro de ceremonias, el mismo que asesoró a Salvini y a Orbán, el mismo que en nuestro país aleccionó a Vox».
El rostro de los neonazis de EE. UU. está también marcado por el rencor y el torrente de falsedades que ruedan a través de las redes sociales. Además, por la utilización sistemática del miedo. Son, lógicamente, «tipos duros», musculosos, racistas, homófobos, misóginos, amantes de las armas y de la violencia, que desprecian el arte auténtico y la inteligencia, consumen ávidamente la cultura chatarra yanqui y rinden culto a Trump y a todo lo que representa. Enloquecen ante la sola mención de la palabra «socialismo», aunque no entiendan su significado.
A Umberto Eco, por cierto, le preocupaba el ascenso del neofascismo y nos advirtió que debíamos estar atentos a su lenguaje terrible, «incluso cuando adopte la forma inocente de un popular reality-show».
El fascismo miamense muestra un rostro curioso. Es capaz de aliarse con políticos de la más rancia estirpe franquista para participar, por ejemplo, en una manifestación contra Cuba. Busca publicidad a toda costa para ser legitimado. Odia como el que más, emplea instrumentos como la mentira, el insulto y la intimidación, y añade la clásica «chusmería» como ingrediente populista.
El rapero y youtuber argentino Daniel Devita ilustró con videos impactantes su análisis de la fórmula usada por esa grotesca maquinaria fascista para chantajear a varios músicos cubanos y sumarlos vergonzosamente a la campaña contra la Revolución. Se trata de una fábula muy didáctica, triste, repulsiva, en la que se combinan provocaciones, insultos, groserías y verdaderos linchamientos a través de medios y redes sociales y amenazas públicas, que van desde el cierre inmediato de contratos comerciales hasta la posible revocación de tarjetas de residencia permanente en EE.UU.
¿Cómo hablar de libertad de expresión, de pensamiento, de creación, después de ver algo así? ¿O de dignidad? ¿O de arte? ¿Cómo hablar realmente de «patria» o de «vida»?
Fuente: Granma
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