Paco Ignacio Taibo 2.─ Abandono La Habana pocas horas después de que se ha hecho pública la noticia de la muerte de Fidel Castro. Con los cubanos que converso encuentro una mezcla conocida, la he visto en Buenos Aires, cuando centenares de argentinos desfilaron ante el cadáver de Kirchner, o en la televisión venezolana a la muerte de Hugo Chávez. La muerte del caudillo produce una sensación de desconcierto a la que seguirá una extraña nostalgia. En el avión hacia México fracaso en ordenar mis breves recuerdos personales y fracaso aún más tratando de hacer un balance político; son demasiadas cosas, el personaje ocupó durante demasiados años el centro del escenario y no con apariciones menores. Gracias a él, la pequeña isla de Cuba fue el centro del planeta muchas veces.
Son muchos Fideles, muchos momentos. ¿Cuál de ellos? ¿Todos?
El comandante poco menos que genial de la ofensiva final a medidos del 58, cuando diseña el cerco sobre Santiago y la ofensiva del Che en Las Villas, el tipo que con una docena de hombres en la Sierra Maestra declaró derrotada la dictadura. El gran estratega de la guerra de guerrillas, el sorprendente político que arma el frente único contra Batista y lo aísla hasta derrotarlo. El joven abogado, un encantador de serpientes, que es capaz de convencer a todos, amigos y enemigos, de que va en serio y que seduce al Che. El heredero de Julio Antonio Mella y Tony Guiteras que en pleno periodo de la guerra fría y la coexistencia pacífica es capaz de mantener durante años el apoyo a las guerras de liberación en América Latina.
¿Cuál de esos primeros? O me quedo con mi propio enfado burlón cuando lo veo en televisión anunciando que iba a dejar de fumar y arrojando el puro al suelo.
No puedo evitar fascinarme ante el Fidel encabronado con Jrushchov, tratando de que la crisis de los cohetes no deje a Cuba en medio de un conflicto que puede volverse nuclear, mientras en las calles se grita: Nikita, mariquita, lo que se da no se quita.
Recuerdo cómo discutía el par de veces que estuvimos conversando. Fidel entonces medía 1.91 y traía gorrita de visera, yo no llego al 1.68 y el comandante me echaba el cuerpo encima hacia adelante para apoyar sus argumentos y era un discutidor potente, escuchaba pero no cedía. Hablábamos de la apertura que había en esos momentos en la prensa cubana y cómo debería ampliarse, yo sostenía la teoría del queso gruyere, donde por secretismo, o por censura autoprotectora, dejes un agujero, tus enemigos lo llenarán. Fidel defendía la teoría de un proceso, que podía ser rápido. El debate se quedaría en el aire porque la crisis soviética dejaría a la isla sin papel. Y caería sobre los cubanos el terrible periodo especial. Y algún día me gustaría ver la dimensión del fenómeno y cómo Fidel trató de enfrentarlo.
Fidel se ha ido y yo, como un cubano más, voy pasando de esa primera sensación de desconcierto a una suave nostalgia por ese personaje que marcó a tantos de nosotros en ese siglo XX que se aleja a velocidades inesperadas.
Tomado y resumido de Facebook
No hay comentarios.:
Publicar un comentario