Europa pierde su alma

Manuel Castells .-- No sé si los países tienen alma. Si no la tienen, son eso, desalmados. Y eso es lo que parece ser Europa con respecto a la tragedia humana de los refugiados de la guerra de Siria e Iraq. Tragedia que nos llega en imágenes. La “foto del año” de un hombre bajo una alambrada de púas buscando escape para su familia. El niño Aylan Kurdi ahogado en una playa de ese Egeo en que han perecido miles de seres hu­manos. La periodista húngara zanca­dilleando a un padre que huye con su niña.

Un albergue de refugiados en Sajonia ardiendo entre los aplausos de los vecinos. El éxodo de cientos de miles de personas por los caminos de Europa, rechazados por policías con perros, esperando trenes a la nada, caminando hasta alcanzar fronteras cerradas donde sufren vejaciones y violencia, especialmente en la Hungría del neonazi Orbán.

26.000 niños solos por ese mundo hostil. 10.000 niños perdidos de los que no se tienen noticias y se teme lo peor. Y cuando llegan unos cientos de niños a la estación de Estocolmo y acampan exhaustos, surgen enmascarados de la noche y los apalean. O en Helsinki, donde matones patrullan las calles para “proteger a las mujeres” pegando a cualquiera con mala pinta. O en Dinamarca, donde les confiscan todos sus bienes y dinero al llegar. Para que se vayan. ¿Adónde? Porque de los más de los 160.000 refugiados que acordó acoger la Unión Europea tan sólo se ha aceptado a 500.

Las manifestaciones xenófobas se multiplican –Pegida en Alemania, Frente Nacional en Francia, Liga Norte en Italia– mientras una ola de islamofobia recorre Europa y entra en los gobiernos de Finlandia, Dinamarca y Noruega. Y aunque la canciller Angela Merkel trata de recordar los valores europeos de solidaridad, está cada vez más aislada en su propio país y en el conjunto de Europa, con excepción de Grecia e Italia, que reciben a la mayoría de refugiados sin apoyo de sus ­socios.

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Y es que en el rechazo a los refugiados se mezcla la reacción a tres grupos diferentes. Las minorías étnicas en­raizadas en Europa, muchos de ellos nacidos aquí y ciudadanos, como es el caso de los cinco millones y medio de musulmanes en Francia. Europa no acepta que es un espacio multiétnico para siempre. Y no aceptar la realidad conlleva enormes peligros.

El segundo grupo son los inmigrantes laborales, que han contribuido al crecimiento económico, y especialmente en España. Más aún: son un factor necesario para limitar el envejecimiento de la población y mantener la base demográfica de las prestaciones sociales. Y cuando no hay trabajo vuelven a su casa, como los 100.000 que han dejado España.

Un tercer grupo, totalmente distinto, son los refugiados de la guerra, una guerra provocada por Estados Unidos y Europa que ha desestabilizado sus países. Huyen para salvarse de los brutales bombardeos estadounidenses y rusos que están destruyendo las ciudades sirias. No se detendrá el éxodo mientras dure la guerra. El temor infundado es que con los refugiados lleguen terroristas.

Digámoslo claro. Los pocos terroristas que existen en Europa están aquí, son en su mayoría conciudadanos nuestros radicalizados por racismo de nuestras sociedades.

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Y esta tragedia humana pone en cuestión nuestra capacidad de convivir. Porque lo esencial es que se trata de seres humanos, nuestros hermanos de especie, y que lo que está en juego son sus derechos como humanos. Eso es lo que recuerda el papa Francisco, que una vez más se erige en autoridad moral y llama a la acogida, aunque las je­rarquías de la Iglesia católica no le siguen.

Hay, sin embargo, esperanza en la movilización espontánea que ha surgido de la gente y que se manifestó el pasado sábado en múltiples ciudades en Europa y cuarenta en toda España, exigiendo humanidad a sus gobiernos y organizando redes de solidaridad y acogida.

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Resumen de http://enpositivo.com. Artículo completo en www.lavanguardia.com

Manuel Castells. Sociólogo y profesor universitario de Sociología y de Urbanismo en la Universidad de California en Berkeley

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