Palabras del escritor y periodista brasileño Eric Nepomuceno, al dejar inaugurada la Edición 55 del Premio Literario Casa de las Américas, en la Sala Che Guevara.
Quisiera empezar repitiendo aquí exactamente lo que escribí a Roberto Fernández Retamar cuando me llegó la invitación para hablar ante ustedes en la inauguración de esta edición, la de número 55, del Premio Casa de las Américas:
Más que honrado - y me siento muy honrado, por cierto - esa invitación de la Casa de las Américas, mi casa, me ha conmovido mucho. Y es así que acepto la invitación: honrado y conmovido.
Y es como me presento aquí.
Es fácil entender por qué me siento honrado. Basta con pasar los ojos sobre la lista de nombres que me precedieron en este acto a lo largo de la larga historia de este premio. En ella hay gente a la que nunca conocí personalmente. Hay quienes conocí, hay los que conozco, hay algunos buenos amigos. Y hay otros que fueron y también los que son hermanos míos.
Todos – sin excepción: todos – son mis maestros, y a cada uno de ellos debo contribuciones de gran peso en mi formación de ciudadano de nuestra América.
Sentirme conmovido se debe a dos razones. Primero, por ser una invitación de Cuba, un país que también es mío. Y segundo, por ser una invitación de la Casa que es mi casa desde la primera vez que crucé los umbrales de sus puertas eternamente abiertas.
Cuando esta Casa fue creada, en 1959, faltaba poco para que yo cumpliese once años y no tenía idea de lo que era Cuba y menos aun su Revolución.
Cuando esta Casa cumplió treinta años, en 1989, faltaba poco para que yo cumpliese 41. En aquella edición del Premio, fui invitado para integrar un jurado de lujo, junto a algunos amigos y hermanos de toda la vida. Y puedo decir, con sincera serenidad, que a aquellas alturas no solo conocía bastante a Cuba como había ganado hermanos cubanos y transformado esta Isla en una segunda patria, la otra patria, anclada para siempre en mi pecho.
Y todo empezó aquí, en esta Casa. Recuerdo perfectamente aquel final de julio de 1978. Al día siguiente de haber llegado por primera vez a Cuba, cumplí rigurosamente la recomendación de mi hermano mayor, Eduardo Galeano: “Llegas y la primera cosa que haces es llamar a Roberto en la Casa de las Américas”.
Y recuerdo mi emoción joven adentrando esos pasillos y mirando las paredes de una institución que mucho más que un centro cultural, de investigación, creación y difusión – lo era y lo sigue siendo, desde luego –, pues mucho más que eso era y es un espacio de encuentro y reencuentros, un puerto de llegada para todos nosotros. Conservo esa misma emoción siempre que vuelvo.
Hay algo que quizá no sea tan conocido, y quiero aprovechar esta ocasión para volver a destacar la importancia capital que esta Casa de las Américas tuvo en momentos importantes de mi país.
Nosotros, brasileños, teníamos en el pasaporte un sello cuya inscripción sería cómica si no fuese el trágico reflejo de los tiempos de sombra que vivía Brasil. Ese sello decía ‘válido para todo el mundo excepto Cuba’. Venir a Cuba era, para los que vivían en mi país, un riesgo serio. Y para los que vivían fuera de Brasil, un componente importante para complicar aun más su situación.
Al invitar a brasileños – Fernando Morais, Chico Buarque de Hollanda, Antonio Callado, Ignacio de Loyola Brandão – para el jurado del Premio en 1978, esta Casa dio su contribución para acorralar un poquito más a una dictadura que empezaba a desmantelarse. Y al incentivar un activo intercambio con artistas que vivían en Brasil, otro empujoncito. Y al mismo tiempo, ha sido aquí que intelectuales y artistas brasileños que vivían en Brasil, en tiempos de aislamiento y desconfianza hacia los vecinos, empezaron a descubrir a América.
Hoy día, todo eso puede parecer normal, usual. Pero les aseguro que en aquellos tiempos, todo eso ha sido anormal, inusual – y muy, muy importante. Hay que estar eternamente agradecido por esa solidaridad, aunque yo haya aprendido que solidaridad debería ser algo que se registra, no se agradece.
Desde aquella mi primera vez en la Casa, o sea, desde hace como 36 años, perdí la cuenta del número de veces que estuve en la Isla. Soy testigo de momentos gratos y de momentos difíciles. En Cuba tuve alegrías esenciales, aquí pasé por preocupaciones de quitarme el sueño. Muchas veces parecían tortuosos los rumbos tomados por este país. Pero la increíble, casi absurda capacidad que tienen los cubanos para sortear escollos y dificultades, termina por imponerse. Siempre.
Aquí viví momentos de grandes logros alcanzados, y también pude ver cuando los resultados o no fueron alcanzados, o quedaron lejos de lo que se esperaba.
Pero quiero asegurar a cada uno de ustedes que no hubo un solo momento, a lo largo de todo ese tiempo, en que yo haya visto desesperanza en esta tierra y en esta gente.
Recuerdo claramente lo que me preguntó Jorge Enrique Adoum en una larga madrugada de septiembre de aquel 1978 inaugural. Yo había regresado de La Habana a mi casa de extranjero en Madrid, y al día siguiente volé a Barcelona para encontrarme con Galeano y Adoum.
Hablamos largo sobre Cuba. Y ya cuando faltaba poco para que el sol rompiera la noche sobre el mar de Calella de la Costa, Adoum me preguntó: ¿De todo lo que contaste, qué fue lo que más te impresionó en esos dos meses pasados en Cuba?
Le contesté: Algo que no mencioné: la mirada de los cubanos. La inmensa, fulgurante dignidad que hay en los ojos de los cubanos.
Sigo creyendo rigurosamente en ese que es, fue y será siempre el gran legado, la gran obra de esa Revolución: el rescate de la dignidad, el haber en los cubanos esa mirada digna, y que tiene todas las razones del mundo y de la vida para ser como es.
¿Será la historia de Cuba a lo largo del tiempo la historia de una utopía? Creo que no. Creo que es la historia de varias utopías que se renuevan y se renacen. Y que son la prueba incontestable que esta Isla vive construyendo su propia historia, buscando trazar su propio destino – con aciertos y errores, como es propio de la naturaleza humana – pero con un ingrediente cada vez más raro en nuestros tiempos: el ingrediente ese que sigue abrigado y vivo en la mirada de los cubanos.
Soy de una generación – bueno, también la mía: hubo otras antes y otras después – en que se debatió la cuestión del modelo cubano. Pasados 36 años del inicio de mis lazos con esta Isla, sigo pensando exactamente lo mismo: se puede, quizá, discutir si Cuba es o no modelo. Pero es absolutamente indiscutible que es un ejemplo. Un ejemplo único, pleno de ejemplaridad. De lecciones incontestables. Ejemplo de una trayectoria construida contra viento y marea, desafiando arrogancias indignas, trazando su propio futuro y buscando establecer su propio destino.
Hoy me toca darle las bienvenidas a mis compañeros de jurado. Y lo hago con gran honor, con gran emoción y con gran orgullo. El orgullo de tener a esta Casa como mía, a este país como mío.
Termino recurriendo a un amigo, el argentino Enrique Raab, un gran-gran periodista asesinado por la dictadura militar que sofocó a su país entre 1976 y 1983.
Luego de su primer viaje a Cuba, él buscó en un libro de Selma Lagerlof, El maravilloso viaje de Nils Holgerssen, una manera de decir lo que sentía.
Y lo que cuenta Selma Lagerlof es más o menos así:
"Al volver a su aldea, Nils fue cercado por los parroquianos. Uno le preguntó por las mujeres del país visitado, y Nils le contestó que eran muy bellas. ¿Tan hermosas como las de aquí?, alguien preguntó. Y Nils dijo que no, no tan bellas como las de la aldea. Y contestó lo mismo cuando le preguntaron por los amaneceres, o por la comida, o la bebida, o los vientos, o las casas, o el mar."
"Y entonces todos quisieran saber por qué a Nils le había gustado tanto el país visitado, puesto que nada de lo que había allí era superior a lo que había en la aldea."
"No lo sé – replicó Nils, reflexionando un rato –. Lo único que sé es que me gustaría que mi patria comience a parecerse al país que visité."
Quisiera yo que todas las miradas de todos los latinoamericanos comiencen a tener algo de la mirada de los cubanos. De esa mirada rescatada, recuperada.
Bienvenidos a mi Casa, a mi otra patria.
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