Atilio A. Boron.- Quisiera compartir con todas y todos unas impresiones personales, intercaladas con algunos elementos de análisis, acerca de un día inolvidable. Hacía un tiempo que no veía al presidente Hugo Chávez y tenía, como todos, una ansiedad muy grande ante la posibilidad de verlo de cerca, tal vez de estrechar su mano. Me preocupaba su salud; por él, como entrañable amigo y por Nuestra América, por la cual tanto ha hecho. Y además porque Chávez es, como dice el verso de Bertolt Brecht, uno de los “imprescindibles”; esos que como Fidel, lucha todos los días, veinticuatro horas al día, sin tregua y sin pausa.
La ocasión fue la conmemoración el día 5 de Julio del 201º aniversario de la declaración de independencia de Venezuela, que tuvo por escenario la Asamblea Nacional. Todo comenzó con el ingreso del presidente al recinto, en donde ya se lo pudo ver en buena forma, animado y con muy buen semblante. Luego de saludar a varios de los allí presentes, con la calidez de siempre, tomó su lugar en el presídium y a continuación el diputado Earle Herrera, del PSUV, procedió a leer el Acta de la Declaración de la Independencia, firmada entre otros por esa figura descomunal que fue Francisco de Miranda. Confieso que desconocía los detalles de ese texto, bastante extenso, y en el cual la firma de los congresistas que la proclamaron es precedida por una notable fundamentación doctrinaria y teórica que, hasta donde yo recuerdo, no he visto en ninguna otra acta de ese tipo. Al escuchar su profundo contenido pude comprender que la genial estatura –política, filosófica y militar- de Simón Bolívar no fue un capricho de la biografía o un rayo en un día sereno. Existía en esa notable Capitanía General de Venezuela una tradición cultural y filosófica de una envidiable densidad teórica, personificada en las brillantes figuras de Miranda y en la del maestro, tutor y amigo de Bolívar, Simón Rodríguez. Tradición que, como se decía más arriba, quedó estampada para la posteridad en el Acta del 5 de Julio de 1811.
Ese venerable documento, que tanto me sorprendió, contiene algunos párrafos que destilan un anti-imperialismo que son de una sorprendente actualidad. Me limito tan sólo a acotar el siguiente:
“A pesar de nuestras protestas, de nuestra moderación, de nuestra generosidad, y de la inviolabilidad de nuestros principios, contra la voluntad de nuestros hermanos de Europa, se nos declara en estado de rebelión, se nos bloquea, se nos hostiliza, se nos envían agentes a amotinarnos unos contra otros, y se procura desacreditarnos entre las naciones de Europa implorando sus auxilios para oprimirnos.”
Reemplácese Europa por Estados Unidos y se comprobará que eso de declararnos rebeldes o revoltosos, de sufrir bloqueos, de padecer hostilidades, de ser invadidos por agentes que provocan amotinamientos contra los gobiernos populares (policías o algunos sectores minoritarios de los pueblos originarios en Ecuador y Bolivia, o golpes de estado “institucionales” como en Honduras y Paraguay) no tiene nada de nuevo. Son las clásicas políticas que ensayan los imperios en su fase de decadencia. Así lo entendieron los venezolanos que hace dos siglos declararon su independencia, y así debemos entenderlo también hoy. Muchas, si bien no todas, de esas protestas contra los gobiernos de izquierda tienen por detrás la siniestra mano del imperialismo. Hace doscientos años tanto como hoy.
Luego de la lectura de ese documento tomó la palabra el Canciller Nicolás Maduro. En su alocución realizó una brillante síntesis de la evolución de las relaciones entre América Latina y el Caribe y Estados Unidos, subrayando como desde sus primeros discursos, cartas y escritos Simón Bolívar percibió con sorprendente precocidad el nefasto papel que el país del Norte estaba llamado a cumplir en esta parte del mundo. Valga como ejemplo esta afirmación del Libertador:
"los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias a nombre de la Libertad" (Carta al Señor Coronel Patricio Campbell, Guayaquil, 5 de agosto de 1829)
Maduro expuso el lacerante itinerario histórico de esa relación, señalando los hitos principales que a lo largo de dos siglos ratifican la invariante continuidad de la política de Estados Unidos hacia Nuestra América, sintetizada en la Doctrina Monroe (1823): fomentar la desunión de nuestros países, desestabilizar gobiernos que se opongan a los intereses imperiales, provocar y ejecutar golpes de estado, asesinar líderes y militantes antiimperialistas, atraer con toda clase de maniobras y artilugios a los sectores dominantes de la región y a las clases y capas populares, víctimas privilegiadas de la manipulación y propaganda políticas del imperio. Tal como lo expusiera en Facebook, Twitter y mi propio blog, el discurso de Maduro fue, por su exhaustividad y su sustancia, uno de los mejores que escuché de labios de un canciller de América Latina y el Caribe en mucho tiempo. Es un notable material de estudio, que será necesario publicarlo y otorgarle la más amplia difusión internacional.
A continuación habló Chávez, en línea con el tema que había suscitado la intervención de Maduro. Anunció que la suya sería una breve intervención, y pese a la incredulidad de su auditorio así lo hizo. Se lo notó agudo y filoso como siempre, sus ojos brillantes y llenos de vida, su prosa con un fluir pulcro y a la vez rotundo en su argumentación. Denunció al imperio y sus aliados, la burguesía y las oligarquías locales (“autóctonas” que no nacionales, como decía el Che) como enemigas irreconciliables de los pueblos, y sus luchas emancipatorias no pueden sino tropezar con la más enconada oposición de Washington y sus peones vernáculos. El capitalismo condena a la humanidad, siguió diciendo, y es irreformable. Ya está desahuciado y no tiene futuro. Sólo el socialismo puede salvar a la especie humana de la irreparable destrucción que el metabolismo del capital impone sobre la naturaleza y la sociedad. No hay democracia verdadera sino en el socialismo, dijo, repitiendo el clásico dictum de Rosa Luxemburg. Fustigó al golpe de estado en Paraguay y lo comparó con el que él mismo había padecido en el 2002. Y dijo que en aquel país, como antes en Venezuela, ahora acusan al depuesto presidente Lugo de urdir un golpe de estado contra quien usurpara su cargo, Federico Franco. Y contó que a él también lo acusaron, cuando las masas y las fuerzas armadas, en una unión tan inesperada como virtuosa lo reinstalaron en el poder, de haber perpetrado un golpe de estado a Carmona, el energúmeno aquel que catapultado por el golpe del 11 de Abril quiso deshacer de un plumazo las conquistas históricas del chavismo. En estos tramos Chávez hizo gala de su agudo sentido del humor al comentar con sorna estas piruetas retóricas por las cuales quienes transgredían la constitución y las leyes de la república se autovictimizaban, a la vez que convertían a sus víctimas en tenebrosos villanos.
Fue un discurso breve y contundente, claro, profundo, propio de un estadista y de un revolucionario. Las palabras revolución, socialismo y democracia brotaban continuamente de sus labios, y su minuciosa y permanente relectura de los textos de Bolívar le ofrecía siempre una analogía o una idea pertinente del Libertador, lo que le permitía hilvanar -como Fidel lo hizo magistralmente con Martí al concebirlo como “el autor intelectual del asalto al Moncada”- la problemática y los desafíos del presente con la tradición de lucha antiimperialista de Bolívar y, por supuesto, de Martí y los próceres de la patria grande latinoamericana, insistiendo reiteradamente en la urgente necesidad de culminar el proyecto integracionista por el cual aquellos ofrendaron sus vidas. Fue un discurso breve pero sin desperdicios, pronunciado por un hombre que hablaba con la pasión de sus mejores momentos pero con un componente analítico y reflexivo que si ya antes lo tenía -¡y vaya si lo tenía!- ahora lo ha perfeccionado. Un Chávez a quien su enfermedad le permitió hacer un alto en la vorágine cotidiana de la gestión y meditar sobre lo humano y lo divino, enriqueciéndolo como persona y como jefe de una revolución. Al terminar su intervención invitó a los allí presentes a acompañarlo a presenciar el desfile cívico-militar.
Hasta allí llegó Chávez en un auto descapotado, ante el delirio de la multitud que se había dado cita en las amplias y cómodas graderías del Paseo de los Próceres. Derrochaba energía a cada paso, saludando a todo el mundo, interesándose por la hijita de una funcionaria que estaba en el palco presidencial, saludando con desbordante simpatía a diestra y siniestra y gastando bromas con algunos conocidos. A quien esto escribe lo paralizó con un inesperado saludo (prueba de que su agudo sentido del humor, síntoma de vitalidad si los hay, seguía intacto) llamándole “¡general Atilio Boron!” y haciendo una aparatosa venia. Riéndose a mandíbula batiente con su chanza hizo lo mismo con Ignacio Ramonet, que estaba a mi lado, y a quien le dispensó el trato de “mariscal, porque como tú eres francés allá el grado máximo es mariscal”. Y a Piedad Córdoba le dijo que el beso que le había dado horas antes en la Asamblea Nacional lo obligaba a no lavarse la cara muchos días; y al ex guerrillero colombiano Antonio Navarro Wolf lo sorprendió recordándole risueñamente que en una época sus superiores lo obligaban a perseguir guerrilleros y ahora los tenía como invitados de honor de su gobierno. Al colombiano, y también a Nidia Díaz, la heroica comandanta de las luchas del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional y a tantos otros que se agolpaban en el palco. Ni el Nuncio Apostólico escapó a sus humoradas: el hombre aguantó a pie firme (y protegido por un buen sombrero) los rayos del sol que calcinaban el palco presidencial y por eso lo condecoró, a voz de cuello, con la “Orden del Sol”, diciéndole que en anteriores ocasiones revolucionarios de férreas convicciones no soportaron la furia del astro rey y habían dejado al presidente en soledad, resistiendo a pie firme la canícula. Felicitó al Nuncio por su solidaridad ante similares circunstancias.
Para resumir: a Chávez se lo ve muy bien, mucho mejor de mis más optimistas expectativas. Está vital, vibrante y brillante, y presidió sin acartonamientos una ceremonia que no vacilo en calificar de impresionante, y esto por dos razones. Primero, por la extraordinaria presencia del componente cívico, popular, que abrió la parada. Ver desfilar médicos y enfermeras de las distintas misiones; científicos; campesinos; indígenas; obreros de las más diversas ramas; gente de pueblo de todas las profesiones y procedentes de distintos puntos del país; mujeres y jóvenes marchando orgullosamente y saludando con verdadera devoción a su líder es una saludable anomalía en Nuestra América, donde los protagonistas excluyentes de los desfiles son las fuerzas armadas. No en este caso. Y, segunda razón, un desfile impresionante por la apabullante exhibición de un poderío militar que hizo que los agregados militares de muchos países agotaran las baterías de sus filmadoras para grabar el paso de las distintas fuerzas con sus sofisticados armamentos y, sobre todo, el intimidante despliegue de cohetería y, posteriormente, de helicópteros y aviones de última generación que sobrevolaron raudamente sobre nuestras cabezas. Un oportuno mensaje, por cierto, para quienes dentro y fuera de Venezuela alucinan con el derrocamiento de Chávez por la vía de un golpe militar. Esa gente ahora tendrá que hacer muy bien sus cuentas porque, afortunadamente, la revolución bolivariana no está indefensa ya que la identificación de las fuerzas armadas con el proyecto socialista parece estar muy sólidamente arraigada.
Fue muy emocionante ver marchar a las milicias populares, muy bien pertrechadas y además con sus cánticos antiimperialistas y socialistas. Sólo los ingenuos pueden suponer que un proceso revolucionario orientado hacia la construcción del socialismo -y eso es lo que, a su manera y a sus tiempos, está haciendo la revolución bolivariana- podrá defenderse apelando solamente al embrujo de la palabra o a la eficacia persuasiva del discurso. Eso puede valer en las pequeñas discusiones del mundillo académico, intrascendentes a la hora de hacer la historia. Pero al imperialismo, siempre conspirando y agrediendo, no se lo disuade con esos recursos porque sólo entiende el lenguaje de la guerra. En el marco de la brutal contraofensiva lanzada por Washington sobre nuestros pueblos, y en primer lugar sobre los países del ALBA, la mejor manera de evitar la agresión militar del imperio –que sobrevendría una vez fracasadas su beligerancia mediática y sus conspiraciones políticas- es preparándose meticulosamente para ella, elevando así el costo que podría tener para Estados Unidos cualquier aventura militar en la Venezuela bolivariana. Es una desgracia, pero ni Chávez, ni Raúl (o Fidel, antes), ni Evo ni Correa tienen otra opción que fortalecer sus aparatos de defensa sin lo cual cualquier proyecto emancipatorio, por moderado que sea, sería ahogado en sangre. Si Estados Unidos ha cercado toda América Latina y el Caribe con un rosario de 46 bases militares (según el último recuento del MOPASSOL), los gobiernos progresistas y de izquierda deben actuar en consecuencia y prepararse para ello. Esto los obliga a invertir en defensa partidas presupuestarias mayores de las que hubieran deseado (recursos que podrían destinarse al desarrollo social) para repeler una agresión militar que, con toda seguridad, Washington descargará –directamente o mediante algún proxy de la región- sobre nuestros países en el momento en que la cacería de los recursos naturales se convierta en una cuestión de vida o muerte, para lo cual no habrá que esperar demasiado tiempo. Salvo que se piense, como lo hacen algunos gobernantes desaprensivos y las incorregibles buenas almas socialdemócratas, que esas bases se instalaron para que sus ocupantes se deleiten con la observación de los hermosos plumajes de nuestros pájaros o para llevar a cabo las ayudas humanitarias que sus ocupantes fueron incapaces de concretar cuando, en 2005, el huracán Katrina asoló New Orleans. [Tomado del blog de Atilio Boron]
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