José Ramón Cabañas Rodríguez.─ Si comparamos la línea del tiempo de estos días con una secuencia de hechos sucedidos en Cuba y en los Estados Unidos en la década de los años 90, encontraremos algunas claves para comprender mejor la arremetida de odio que ha sufrido la Isla en las últimas jornadas.
Con la desaparición de la URSS y el llamado campo socialista entre 1990 y 1991, varios “cubanólogos” predijeron el fin del proyecto revolucionario en Cuba. No había forma de explicar que una pequeña nación subdesarrollada resistiera la pérdida de un golpe del 85% de su comercio exterior y una caída del 35% en su producto interno bruto.
Para asegurarse de que Cuba colapsaría (y no solo su gobierno), elementos extremistas del Congreso estadounidense redactaron el borrador de lo que se conociera posteriormente como Ley Torricelli, que hacía aún más extraterritorial el bloqueo ya existente al imposibilitar las relaciones comerciales cubanas con filiales de empresas estadounidenses ubicadas en terceros países.
La situación económica en Cuba se siguió deteriorando, ocurrieron manifestaciones y hechos vandálicos en La Habana y otros puntos del país y sobrevino finalmente el flujo migratorio conocido como crisis de los balseros en 1994. A pesar de la reticencia inicial de las entonces autoridades demócratas en el poder en Washington, la única manera de poner fin a la indeseada llegada de inmigrantes fue a través de la negociación, que arrojó resultados en 1995.
El primer paso para una negociación es que ambas partes se reconozcan como iguales y procedan con respeto mutuo. Este hecho, más las proyecciones públicas del gobierno de Bill Clinton en el sentido de manejar una política de “dos vías” en relación con Cuba, saltaron las alarmas de los que veían próximo el fin del proyecto cubano.
Entonces dichas fuerzas comenzaron a proponer otro borrador de ley, mucho más integral en cuanto a la concepción de estrangular a Cuba que aquel aprobado en 1992. Este tenía muy pocas posibilidades de contar con el respaldo de la Cámara y el Senado estadounidenses si no sucedía un hecho excepcional, que impactara de forma masiva sobre la opinión pública nacional e internacional y además ayudara a formar cierta coalición bipartidista a lo interno.
Durante meses, el gobierno cubano había estado alertando a la Casa Blanca (no solo al Departamento de Estado) sobre las acciones ofensivas y peligrosas de la organización contrarrevolucionaria conocida como Hermanos al Rescate, la cual en reiteradas ocasiones había enviado avionetas a violar el espacio aéreo cubano, penetrar en el territorio nacional y arrojar objetos sobre la población.
Finalmente, el 24 de febrero de 1996 sucedió lo que era evitable, si las autoridades estadounidenses hubieran cumplido con su función de controlar las acciones de personas que violaron las regulaciones federales por entregar planes de vuelos falsos y por interferir en la seguridad de un país vecino.
El derribo de aquellas dos avionetas y el fallecimiento de sus cuatro tripulantes fue presentado en la prensa estadounidense, no como un acto de legítima defensa de Cuba, sino como uso excesivo de la fuerza contra aeronaves “civiles”. Los que pusieron en riesgo la vida de aquellos pilotos, pero garantizaron su seguridad propia en casa, corrieron a pedir una intervención militar en Cuba, o un bombardeo masivo contra La Habana.
Cuando estas opciones fueron descartadas, el campo de batalla se trasladó al Congreso donde fue aprobada la infame Ley Helms Burton, cuyo texto no fue siquiera leído por la mayoría de los legisladores y llevó las sanciones contra Cuba a un extremo inusitado para la época.
Vale recordar que, aún después de que se diera tal paso y con ello se alejara el “peligro” de cualquier desliz demócrata de acercamiento hacia Cuba, tuvieron lugar los atentados terroristas en hoteles habaneros durante 1997, con importantes costos humanos y materiales.
Pero, ¿Cómo se relaciona todo esto con el actual escenario?
Los sectores anticubanos más extremistas apostaron por la reelección de Donad Trump como presidente en noviembre del 2020, no sólo de cara a los temas internos en aquel país, sino con la convicción de que daría continuidad a la imposición de medidas extremas contra Cuba, que produjeran el mismo resultado que han intentado y no han logrado desde Playa Girón.
Resultó electo Joe Biden, ex senador demócrata de amplia trayectoria, ex vicepresidente de Barack Obama por ocho años, que estuvo muy cerca de todos los cambios operados entonces en relación con Cuba y que durante su campaña electoral dijo voluntariamente y sin presiones que dejaría sin efecto “algunas” de las decisiones de Trump contra la Isla. Solo algunas. Peor aún, en esas mismas elecciones los demócratas mantuvieron la mayoría en la Cámara de Representantes y equilibraron el poder en el Senado, con la posibilidad de definir votaciones a su favor contando con el voto de la vicepresidenta, si fuera necesario.
La derecha extremista anticubana, que tiene conexiones importantes (aunque no es exactamente igual) con los sectores que han polarizado en extremo el discurso y la actuación política al interior de Estados Unidos, sintió nuevamente el peligro de que se escapara de sus manos la posibilidad de “terminar el trabajo” contra Cuba, que ya sufría las medidas draconianas de Trump, combinadas con los efectos de la COVID19 que, aunque logró ser contenida en la isla en sus inicios, ya venía causando estragos por la acumulación del desgaste.
En paralelo, la parte del stablishment (que no es demócrata ni republicano) asociado a los temas de Seguridad Nacional venía observando con interés la evolución de los acontecimientos en Cuba.
Entonces, surgió nuevamente la pregunta de cómo podría cortarse de raíz un potencial acercamiento oficial, o una conducta menos hostil hacia Cuba de la Casa Blanca. Haciendo uso de un manual de procedimientos viejo y empolvado, la Derecha sintió que había que acudir a una provocación, a estructurar un hecho o una serie de ellos que impactara sobre la opinión pública y ayudara a formar cierta coalición bipartidista (repetimos el término) contra Cuba.
Aquí vale explicar que para muchos dentro de esos sectores extremistas que operan fuera del gobierno el objetivo es mantener la hostilidad contra Cuba por revancha, por odio, por razones ideológicas. Pero para un grupo importante se trata de garantizar que cada año se vuelvan a aprobar presupuestos federales millonarios para programas con un propósito ilimitado en el tiempo de “cambio de régimen”, que por el camino garantiza la manutención de cientos y miles de empleados (más sus familiares) en el sur de la Florida.
¿Alguien ha calculado cuál sería el impacto sobre el desempleo en esa región si de pronto se apagaran Radio y TV Martí y sus ramificaciones digitales, si la USAID no diera un centavo más para “defender los valores democráticos en Cuba”? ¿Cómo afectaría esa falta de financiamiento a las campañas políticas de aquellos que reciben el “agradecimiento” de sus electores por mantenerle empleos con financiamiento federal?
Y el conglomerado no termina ahí. Con el advenimiento y desarrollo de las redes sociales existe en los medios cubanoamericanos un entramado de “servicios informativos” digitales que viven de la publicidad que generan entes económicos de las áreas con mayor concentración de ese grupo de inmigrantes y que se debaten entre los extremos de enviar paquetería a Cuba, hasta promover acciones hostiles.
Estos sectores habían venido promoviendo y financiando de conjunto acciones públicas en Cuba a escala menor, que poco a poco fueron brindando una idea de hacia donde se dirigían. Se les pagó a individuos para que atentaran contra símbolos nacionales en parques y avenidas cubanas, para que descarrilaran trenes y atentaran contra objetivos económicos. Surgió la idea de crear un “movimiento” a partir de supuestas acciones “culturales” en la barriada de San Isidro y finalmente se promovió una confusa reunión frente al Ministerio de Cultura cubano el 27 de noviembre del 2020.
Pero nada de esto impactaba lo suficiente al interior de la sociedad estadounidense, ni permitiría atraer la atención e influir sobre un grupo importante de legisladores estadounidenses que han pedido de modo insistente a su nuevo presidente que actúe en consecuencia con la conclusión de que “la política de bloqueo contra Cuba es un fiasco”, como reza en varios documentos oficiales de gobiernos tanto demócratas como republicanos. Ninguno de estos intentos exigía que Washington prestara una “atención urgente” a la cuestión cubana.
Y entonces llegó el 11 de julio. Más que los hechos en sí mismos en cuanto a manifestaciones públicas y vandalismo, que merecen un análisis constante, lo que el mundo conoció fue un elaborado plan para dibujar en la prensa corporativa internacional y en las redes asociadas una imagen de estallido social innegable, que requería una acción inmediata. Un plan que, por cierto, requiere contar con ciertos recursos y resortes estatales. Era la explosión del Maine con esteroides.
La avalancha de hechos reales y supuestos, la utilización falseada de fotos y videos, la repetición hasta la locura de mensajes negativos desde el exterior, la creación ficticia de listas de torturados y desaparecidos, la incitación al odio extremo y todo lo demás tenía un público al interior de Cuba, pero quizás una parte importante de las “víctimas” del bombardeo habitaban en los Estados Unidos.
El grupo cubanoamericano en el Congreso redactó a partir de ese momento una multiplicidad de proyectos de resolución, comunicados, declaratorias y cualquier texto que permita de manera urgente comprometer a aquellos otros legisladores que algún día osaron proponer algún tipo de acercamiento con Cuba. Han tratado igualmente de influir en gobiernos y organizaciones latinoamericanas y europeas.
Como clase social, la mayoría de los políticos estadounidenses en lo primero que piensa después de una elección es cómo ser reelecto en el próximo ciclo y los comicios de medio término están a la vuelta de la esquina.
Estados Unidos vivió cuatro años de polarización extrema, en los que ser asociado con ideas que no estén contenidas en el concepto de capitalismo más duro y puro le pueden significar a cualquier figura pública ser sometido a una guillotina mediática que muchos desearían evitar.
La sombra del socialismo ha vuelto a ser utilizada en los medios floridanos con el propósito de ampliar la dominación republicana en dicho estado, para convertirlo permanentemente en un bastión dominado por su partido que sume 29 votos del colegio electoral en cada elección presidencial.
Los enemigos de Cuba oficiales y oficiosos trataron de actuar con celeridad e inmediatez, pero en todo este escenario hay un actor que no se ha mencionado: el pueblo de los Estados Unidos.
Los terroristas mediáticos han tratado de “representarlo” y actuar a su nombre. Pero gigabytes de tuits, posts, blogs y toda la jerga postmoderna no pueden ocultar la posición de un pueblo que mayoritariamente se ha expresado una y otra vez contra el bloqueo y por una política de acercamiento hacia Cuba.
Estados Unidos sigue siendo un país con un vasto movimiento de solidaridad con Cuba en los 50 Estados de la Unión. Desde los sectores cultural, académico, científico, económico, religioso, comercial, se han expresado una y otra vez esas voces.
Sería importante saber si durante estas jornadas en que funcionarios estadounidenses han andado a hurtadillas por los pasillos de las agencias federales haciendo cálculos políticos y electorales, respondiendo con la voz entrecortada a las llamadas de legisladores y operativos que ofenden e inculpan para atacar a Cuba, han consultado alguna vez a sus bases electorales.
Sería útil conocer si han llamado a alguna de las más de 30 ciudades estadounidenses que han aprobado una resolución para establecer cooperación médica con Cuba, a alguna de las asociaciones de productores agrícolas que han reclamado una y otra vez el fin del bloqueo para comerciar con sus similares cubanos, si han pedido la opinión de los miles de estudiantes y profesores que han participado en intercambios académicos, si se han sentado a conversar con los empresarios que vieron irse de sus manos oportunidades de negocios gracias al antojo personal de un gobernante. ¿Con los liderazgos de cuántas congregaciones religiosas han orado de conjunto por el futuro sus hermanos de fe en Cuba?
Y finalmente, importaría saber si para atacar a Cuba cuentan con el beneplácito de todos y cada uno de los cubanos residentes en Estados Unidos que perderían a familiares o amigos en la isla en caso que se produjera una agresión militar, o se creara un clima de caos sin control.
https://www.alainet.org/es/articulo/213261
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