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La luz de Yara

Fernando Martínez Heredia.-- Hace casi siglo y medio de aquel 20 de octubre y, sin embargo, una nación entera se sigue emocionando cada vez que lo escucha, y se imagina al músico y poeta que supo ir a la gloria y al cadalso, escribiendo sobre la montura, y la ciudad ardiendo. “Que Bayamo fue un sol refulgente”, decía la Bayamesa de la Guerra. La canción que se quedó en ocho versos que invitan a pelear, retan a la muerte necesaria y prometen vida eterna. Es el himno de Bayamo, la marcha de la bandera, el himno nacional de Cuba. No nació por encargo ni en un concurso, lo compuso una y otra vez un pueblo entero que se sacrificó para tener patria.

Todas las naciones se van formando de comunidades que se reconocen singulares y únicas, y tejen lentamente su madeja de palabras, comidas, costumbres, gestos, ritos, fiestas, trabajos, prejuicios, recuerdos, olvidos. Pero las hay que también necesitan gestas, epopeyas en las que un pueblo impar se ratifica y se vuelve dueño de sí mismo entre dolores y hazañas, victorias y derrotas, esfuerzos supremos y jornadas asombrosas. Este fue el caso de la formación de la nación cubana.

Bien visto, no podía ser de otro modo. La isla más extensa del Caribe, situada en un lugar demasiado estratégico, colonia de comunicaciones y militar del imperio español, se había convertido en un gigantesco emporio, exportador ingente de azúcar para Europa y Estados Unidos, sobre la base de moler las culturas y las vidas de un millón de esclavos traídos de África. Cuba estuvo en la punta de la tecnología mundial, la gestión de negocios capitalista, grandes avances de las técnicas, el confort, las letras, las artes y el pensamiento, mientras la gran masa de trabajadores era exprimida hasta la muerte y la condición humana de cientos de miles de personas era humillada y negada. ¿Qué identidad del pueblo de la isla podía formarse así? Ni soñar con una identidad nacional. Y al mismo tiempo, la opresión colonial se hizo cada vez más dura y agobiante, centrada en la exacción y el atropello.

Cuando la América ibérica se independizó, la clase dominante criolla prefirió apoyar a España, y durante todo el siglo XIX se aferró a su sistema explotador, sus riquezas y su lugar social privilegiado. Se negó a ser clase nacional, y fue antinacional cada vez que lo consideró necesario.

Carlos Manuel de Céspedes les exigió a sus compañeros ponerse de pie, y el 10 de octubre de 1868 destrozó los imposibles. Por eso José Julián Martí, un muchacho habanero, comenzó así su poema: “No es un sueño, es verdad, grito de guerra… Los iniciadores destruyen imposibles; los revolu­cio­na­rios aprenden a domarlos y a trabajar con ellos. Los mambises que sostuvieron la pelea en más de media Cuba durante diez años tuvieron que volverse superiores a ellos mismos, no solo a sus circunstancias. Céspedes liberó a sus esclavos la primera mañana, pero el cálculo político, los valores heredados y el racismo les ponían obstáculos a la justicia en el amanecer de la libertad. Martí escribió, veinte años después: “aquella arrogante e inevitable alma de amo con que salieron los criollos del barracón a la libertad (…) como atolondró al espantado señorío la revolución franca e impetuosa”. La independencia y la abolición tuvieron que fundirse y ser una, la forma de gobierno tuvo que ser republicana y reunir la libertad personal y las libertades ciudadanas. Para hacer realidad la hasta hacía poco impensable identidad nacional y poder reconocerse como cubanos, todos, líderes y pueblo, tuvieron que recorrer un camino largo y muy difícil.

La guerra revolucionaria cambió los términos de los problemas. Ella se alimentó del sacrificio, el heroísmo y la participación de muchos miles de personas humildes, hombres, mujeres, familias. Dar la vida, pasar hambre y todas las escaseces, combatir, perseverar, todas las formas de la entrega y el altruismo se hicieron cotidianas. La bandera del triángulo rojo y la estrella solitaria se volvió sagrada, y la marcha, el campamento, el héroe, el amado y la amada, la jornada de sangre y de muerte, se expresaron en canciones. Próceres y pobres de todos los colores aprendieron que la rebeldía les daba a sus luchas y sus necesidades más sentidas probabilidades de éxito. Y todos aprendieron a sentirse hermanos mientras compartían todas las vicisitudes. En aquella fragua tremenda nació la identidad nacional cubana, de contenido y objetivos populares.

Frente al final sin triunfo, la Protesta de Baraguá fue la expresión mayor de la intransigencia revolucionaria cubana y como tal adquirió un extraordinario valor político y simbólico, pero también hizo visible el paso de la bandera de la revolución, desde los grandes y medianos propietarios a gente de origen popular.

Dos opciones antirrevolucionarias confrontó el proceso nacional: el anexionismo y el reformismo. El primero se nutrió de intereses esclavistas y fue medio de presión, pero también motivó a algunos activistas sinceros que veían en Estados Un­i­dos al polo de modernidad y democracia. Después de Yara y Ba­raguá, el anexionismo ya solamente pudo ser entreguismo, incapacidad de ser cubano o traición. [1] El reformismo viejo, conforme con ser subalterno, pedía que se le concediera al colono ser súbdito. El nuevo reformismo autonomista quiso suplantar al pueblo que subestimaba, pasar por representante politiquero de Cuba ante la metrópoli y ayudar a que no hubiera otra revolución.

A ambos les cerró el paso la nueva epopeya desatada por Martí en 1895. El pueblo de la isla se fue en masa a la guerra revolucionaria, a conquistar la independencia, forjar la nación y crear el Estado cubano, y pasar a la vez la escuela creadora de personas libres con capacidades originales y experiencias formadoras, los ciudadanos de la república nueva del proyecto martiano, iniciadora de la segunda independencia americana. Las cubanas y los cubanos se sacrificaron en una guerra total, y el Ejército Libertador derrotó al colonialismo. Las culturas de Cuba, contiguas o en conflicto durante el decurso colonial, que habían adelantado mucho sus intercambios a partir de la Revolución de Yara, ahora se fusionaron en medio de aquella prueba suprema. Se plasmó así la cultura nacional cubana, que en sus dimensiones populares posee una enorme carga de acumulaciones políticas.

A diferencia de países en los que lo popular guarda distancia de lo político y disimula la exclusión o subalternidad de la gente común, en Cuba se produjo una imbricación muy fuerte de ambas dimensiones en el curso de la formación revolucionaria de la identidad cubana y la constitución política e ideológica de la especificidad nacional. Las creaciones simbólicas fundamentales de la cultura política cubana están más cargadas de sentidos populares que de proposiciones y elaboraciones de grupos selectos. Es así con el patriotismo nacionalista, la unión entre justicia social y libertad, la vocación republicana democrática, la negación de la anexión a los Estados Unidos, el antimperialismo, y también con las ideas más contemporáneas de socialismo e internacionalismo.

Entre 1898 y hoy la nación y la cultura cubanas han vivido una intensa historia, jalonada por acontecimientos y procesos trascendentales. La ocupación militar estadounidense y la implantación del neocolonialismo, con la complicidad subalterna de la burguesía cubana, y el triunfo y el despliegue de la revolución socialista de liberación nacional a partir de 1959, fueron dos hitos fundamentales. En la coyuntura del 2015, el día de la cultura nacional nos encuentra inmersos en un nuevo episodio de la larga batalla. Estados Unidos, que no ha abandonado en modo alguno su objetivo estratégico de destruir el socialismo cubano y socavar nuestra soberanía nacional, emprende ahora una “ofensiva de paz” dirigida a apoyar iniciativas, representaciones, relaciones y valores capitalistas, y debilitar los fundamentos morales y espirituales de la sociedad y la manera de vivir que hemos construido entre todos.

Las respuestas a la política imperialista no pueden separarse de las acciones dirigidas a defender y profundizar nuestro socialismo, que serán, en realidad, lo decisivo. La defensa y la exaltación de la cultura nacional es una acción de la mayor importancia. Pongamos en el centro al patriotismo popular y de justicia social, logremos que la bandera nacional esté al alcance de todos y hagámosla flotar por todas partes, por todo el país. Seamos, como Antonio Maceo, obreros de la libertad, y que sea nuestra la consigna del poeta; “que no deben haber dos banderas / donde basta con una: la mía”.

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[1] Martí, que siempre vela por nosotros, nos ha dejado textos que es bueno releer, como “Vindicación de Cuba” o el poema “Al extranjero”.

Granma/La Jiribilla

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