¿Qué sucede de pronto, que el mundo se para a oír, a maravillarse, a venerar? ¡De debajo de la capucha de Torquemada sale, ensangrentado y acero en mano, el continente redimido! Libre se declaran los pueblos todos de América a la vez. Surge Bolívar, con su cohorte de astros. Los volcanes, sacudiendo los flancos con estruendo, lo aclaman y publican. ¡A caballo, la América entera! Y resuenan en la noche, con todas las estrellas encendidas, por llanos y por montes, los cascos redentores. Hablándoles a sus indios va el clérigo de México. Con la lanza en la boca pasan la corriente desnuda los indios venezolanos. Los rotos de Chile marchan juntos, brazo en brazo, con los cholos del Perú. Con el gorro frigio del liberto van los negros cantando, detrás del estandarte azul. De poncho y bota de potro, ondeando las bolas, van a escape de triunfo, los escuadrones de gaucho. Cabalgan, suelto el cabello, los pehuenches resucitados, boleando sobre la cabeza la chuza emplumada. Pintados de guerrear vienen tendidos sobre el cuello los araucos, con la lanza de tacuarilla coronada de plumas de colores; y al alba, cuando la luz virgen se derrama por los despeñaderos, se ve a San Martín, allá sobre la nieve, cresta del monte y corona de la Revolución, que va, envuelto en su capa de batalla, cruzando los Andes. ¿Adónde va la América, y quién la junta y guía? Sola, y como un solo pueblo se levanta. Sola pelea, Vencerá, sola.
Así quería él que luchara y venciera Cuba, para completar "la última estrofa del poema de 1810" y para asegurar "el equilibrio del mundo"; pero no pudo ser.(...)
De que Martí estaba poseído por el delirio verbal, en el sentido en que esto puede decirse de los grandes poetas y profetas, no cabe duda. A este propósito es del mayor interés una anécdota relatada a José de la Luz León por César Zumeta, que fue de los fascinados por el discurso del Club de Comercio de Caracas y asistió a las clases de oratoria de Martí en aquella ciudad. "Me contaba –dijo Zumeta a Luz León- que el orador más elocuente que había conocido fue un zapatero cubano que estaba en España. Hubo un alboroto y este zapatero se encaramo en la caja de betunes y comenzó a arengar al público. Le faltaba léxico, no tenía acervo completo de palabras; inventaba un disílabo, un trisílabo para el ritmo, y a pesar de que eran palabras que acababa de inventar se comprendía perfectamente lo que quería decir". "Fue el orador, decía Martí, que más me impresionó". La raíz sibilina, de Pitia verbal y rapsódico entusiasmo, está patente en esta anécdota. Lo que impresionó a Martí fue el borbotón de la elocuencia natural, incontenible, que poseía pintorescamente aquel hombre inculto, cuyo instinto le dictaba la importancia del ritmo en la elocuencia, la continuidad mágica de un sentido que se apoyaba en palabras inventadas, esa médula de incoherencia supralógica, de mensaje oracular esencialmente misterioso, con que se hacen los grandes discursos. A esa fuerza catártica solo puede llegar el sentimiento primigenio, remontado a las fuentes originales y sagradas del corazón humano. ¿No dijo él una noche que su elocuencia era la de la Biblia "que es la que mana, inquieta y regocijada como el arroyo natural, de la abundancia del corazón?" ¿No habló de una "extraña oratoria, rebosante y soberbia", de una "oratoria de llama y sentencia", que no era la de los modestos oradores de Tampa y el Cayo a la que entonces se refería, sino la suya propia? ¿No confesó que quería "encender a los hombres"? Y en sus juveniles Notas sobre la oratoria había escrito: "calienta la lengua una especie de fuego sibilítico; truécase el hombre en numen, y anonada, convence, reivindica, destruye, reconstruye, exalta, quema". En esa celeridad alarmante de los verbos con la avidez del incendio que se propaga, está su elocuencia. "¡Oh, oratoria, león encendido!", escribe al final de su examen de los oradores norteamericanos. Y sus discursos, tan lejos de la blandura, pulimento y redondez académica, tan lejos del armonioso oleaje de Montoro como de la voluptuosa opulencia de Castelar, hijos íntegros del sacrificio de su ser, son precisamente del linaje de aquellas "benéficas oraciones" que él añoraba, "que quedan por largo tiempo visible y suspendidas en el aire, como aquellos escudos de los caudillos que levantados por los nervudos brazos servían como de punto de reunión y signo de victoria a las cohortes desbandadas".
Hoy vemos el escudo vibrante, ígneo, indivisible, milagrosamente en el aire; pero vemos solo la mitad del milagro, porque no vemos ni oímos al sustentador de esos cuerpos gloriosos del idioma. Y quienes lo vieron y oyeron, ¿qué nos dice? Los testimonios pueden multiplicarse. A Varona, en su juventud, lo deslumbró. A Darío, en su madurez, lo colmó de admiración. Juvenal Anzola, que fue su discípulo en Caracas, dice comentando el discurso sobre el pueblo de Israel, que se ha perdido: "su elocuencia fue nueva, sorprendente, y lo sublime parecía poco ante aquel espíritu"... Pero aún más nos interesa el recuerdo de los humildes. Un mambí exclama: "¡No lo comprendíamos, pero estábamos dispuestos a morir por él!" Otro asegura: "Me glorifico de haber nacido, tan solo por el placer de haberlo oído". Un tercero, capitán del Ejército Libertador, declara: "Su verbo era prodigioso, sus palabras parecía que venían de un ser sobrenatural". Y recuerda las sentencias finales de una de las últimas arengas improvisadas, ya en los campos de la Revolución: "Tendremos –dijo- tanta pólvora y tantos rifles como palos tienen nuestros montes; y llegaremos victoriosos hasta las puertas de la capital del crimen".
No llegó él, pero sí su palabra incesantemente fundadora./Fragmentos del artículo Los discursos de Martí de Cintio Vitier, en Bohemia, 1969
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